El destino le ha confiado una misión religiosa delicada y difícil a una familia islámica: abrir la puerta del Santo Sepulcro en Jerusalén. Lo cuenta Rino Cammilleri en el número de febrero de Il Timone:
El musulmán errante
Cada día que Dios, Alá o Yahvé (es -casi- lo mismo) manda a la tierra, a las seis de la mañana tiene lugar Jerusalén, Al-Quds o Jerushalaym (es – casi- lo mismo) una curiosa ceremonia. Para ser exactos, delante de una de las dos puertas de la Basílica del Santo Sepulcro.
Una de esas puertas está amurallada desde los tiempos del curdo Salah ed-Din (el «feroz Saladino«, cuyo cromo mítico de la Liebig es imposible de encontrar), conquistador de la Ciudad Santa en 1187. La hizo sellar porque, ya en el segundo año de la reconquista islámica de Palestina, los peregrinos habían alcanzado un número tan desproporcionado que los nuevos amos de Tierra Santa se preocuparon. Sí, porque la Ciudad Santa era para los cristianos el centro del universo y peregrinar a ella lo más importante.
Las llaves y los porteros
Después de que, en 1292, la última avanzadilla cruzada, San Juan de Acre, cayese, a la cristiandad le quedó claro que Jerusalén estaba perdida para siempre; o que que no habría sido reconquistada en tiempos cercanos. Por esto, en el 1300, el papa Bonifacio VIII convocó el Jubileo: las indulgencias plenarias vinculadas a la peregrinación a Jerusalén se concederían, a partir de entonces, a todos los que visitaran las tumbas de los Apóstoles fundadores de la Iglesia romana, Pedro y Pablo. Siguió el modelo del antiguo Jubileo judío, que se celebraba cada cincuenta años (Jesucristo empezó su misión precisamente en uno de ellos), para después cambiarlo a cada veinticinco porque los medievales no vivían tanto.
Es decir, visto que el apego de los franji (los musulmanes llamaban «francos» a todos los occidentales desde los tiempos de Godofredo de Bouillón) por la tumba vacía de Cristo era más fuerte que el miedo, Saladino no se sentía seguro. Así que, a fin de ralentizar y, por ende, controlar el flujo de peregrinos, Saladino, tras hacer la vista gorda respecto a los peregrinos cristianos (que traían dinero), por seguridad cerró las dos puertas.
Naturalmente, como buen seguidor del Profeta, no creía que Issa (Jesús), predecesor de Muhammad (Mahoma), hubiera muerto realmente en la cruz. Los paganos romanos habían crucificado solo una apariencia hecha de aire (como afirmaban también algunos pensadores agnósticos con los que Mahoma estaba totalmente de acuerdo). Pero esto, a los ojos de los musulmanes, no disminuía la responsabilidad de los judíos que lo habían entregado. Por tanto, Saladino confió las llaves de la Basílica a una familia musulmana, los Al-Ghudaya o Houdaya o Joudeh. Y la tarea de abrir manualmente la puerta a la familia musulmana de los Nuseibeh.
Esta responsabilidad, confiada a ambas familias, fue confirmada en los siglos siguientes por los sucesivos dominadores de Tierra Santa, desde los sultanes turcos hasta los israelíes del general Narkis en 1967, pasando por el general inglés Allenby, en la Primera Guerra Mundial. En 1967, los soldados conquistadores incluso izaron la bandera con la estrella de David en la Cúpula de la Roca, uno de los lugares más sagrados del islam, y algunos rabinos llegaron a tocar el shofar (el cuerno de carnero ritual) en el recinto de las mezquitas. Fue otro general, Moshe Dayan, ministro de Defensa, el que los hizo parar y arriar la bandera. Sin embargo, al cabo de un tiempo, las excavadoras derribaron todo un barrio musulmán para crear ese espacio gigante delante del Muro de las Lamentaciones que existe todavía hoy.
Cada mañana, en Jerusalén
La ceremonia de la que hablábamos antes y que tiene lugar en la Basílica es esta: por la mañana temprano, un miembro de la familia Joudeh entrega la llave de la única puerta a un miembro de la familia Nuseibeh, y este después llama a dicha puerta con el gran tirador. Se abre una mirilla y se asoma el sacristán de turno -que puede ser un cristiano armenio, un griego ortodoxo o un franciscano-, y que tras haber constatado la identidad del que llama hace pasar, a través de una trampilla, una vieja escalera de madera. El miembro de la familia Nuseibeh apoya la escalera en la puerta y se sube hasta llegar a los pestillos.
En realidad es justo en este momento cuando el miembro de la familia Joudeh le tiende las llaves que tiene en custodia. Introduce la llave en la cerradura y la gira. El miembro de la familia Nuseibeh se baja y devuelve la escalera a través de la trampilla. Desde el interior se procede a tirar de los picaportes y las barras, tras lo cual se abren las dos puertas. Solo entonces los monasterios armenio, latino y ortodoxo tañen las campanas para avisar a los fieles de que se puede acceder al santuario.
Hay un libro de Franco Cardini y Simonetta Della Seta, El guardián del Santo Sepulcro, que narra toda la historia de la familia Nuseibeh, entrelazada con la historia de la ambicionada ciudad, el Ombligo del Mundo para los judíos, La Santa (desde la que Mahoma ascendió al cielo) para los musulmanes, el lugar de la Pasión y Resurrección de Cristo para los cristianos. Así, a lo largo de los siglos, el destino ha elegido a una especie de «musulmán errante», a un Nuseibeh, al que ha confiado una tarea religiosa delicada y difícil (las distintas confesiones cristianas que custodian el Santo Sepulcro aún discuten sobre espacios, derechos y precedencias: por esto las llaves las tiene un tercero, alguien que es neutral por ser musulmán).
Un miembro de la familia Nuseibeh estaba presente cuando Saladino decapitó con sus manos al franco Renato de Antioquía e hizo masacrar a los Templarios, bien sabiendo que estos, por sus votos, no podían rendirse ni ser rescatados: si se les perdonaba la vida, habrían vuelto enseguida al combate y los sarracenos sabían lo temibles que eran como guerreros gracias a su entrenamiento y disciplina.
Un miembro de la familia Nuseibeh estaba presente cuando Federico II de Suabia entró en una Jerusalén que no había sido tomada, sino cedida por vía diplomática (el sultán aceptó porque sabía que, dada la distancia, los cruzados no habrían podido conservarla durante mucho tiempo). Tampoco al Suabo le caían bien los Templarios debido a la fidelidad que estos tenían al Papa. Prefería a los Teutónicos de Hermann von Salza, su brazo derecho. Como es bien sabido, el güelfismo llevó a los primeros a la destrucción y el gibelinismo condujo a los segundos al luteranismo. Pero esto, a lo mejor, este Nuseibeh no lo supo nunca.
Traducción de Elena Faccia Serrano.