Carmelo López-Arias / Fundación Tierra Santa
El día que Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) llegó a Jerusalén cayó una nevada propia del fin del mundo. Era el 28 de enero de 1920 y la ciudad santa quedó «sellada como un pueblo en Noruega o en el norte de Escocia». Los lugareños le confesaron que no había registro de algo similar en los últimos cuatro siglos. Él quedó aislado en su hotel y empleó el tiempo en escribir las primeras páginas de La Nueva Jerusalén (Ediciones More).
El evento fue trágico. Algunos niños quedaron atrapados por la nieve y cubiertos por ella de tal manera que desaparecieron y fueron encontrados dos o tres días después, congelados. Un suceso extraordinario, aunque, como recuerda el escritor inglés, lo que no es extraordinario en Palestina es el invierno.
Chesterton, que de todo sacaba punta, aprovechó para defender la estética navideña que el engreimiento de muchos racionalistas considera pietista y kitsch: esas postales que representan el portal de Belén bajo la nieve no son «vulgares mentiras» ni «ficciones populares». Y tienen un sentido último, el mismo en la localidad donde nació Jesús que en cualquier aldea británica: transmitir «que Cristo no es meramente un sol de verano para los afortunados, sino un fuego de invierno para los desgraciados«.
La visión cercenada por la soberbia
El viaje de Chesterton a Tierra Santa había comenzado un mes antes. Salió de su hogar en Beaconsfield con la idea y el encargo de este libro en la cabeza, y hoy es un lujo ver aplicada su mirada penetrante a los lugares sagrados. A los que defiende por lo que son (o eran), no por lo que el viajero querría que fuesen. Tiene palabras muy duras para los críticos occidentales que se olvidan de que Jerusalén no es un lugar para ellos, sino para Dios en primer lugar, y para quienes allí viven, después.
La Jerusalén de los años 20 que conoció Chesterton. Fuente: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Como el hecho de que tenga una estructura de ciudadela y fortaleza: «Las antiguas razas y religiones que pelearon por esta ciudad estaban todas de acuerdo en esto, aunque difirieran en prácticamente todas las demás cosas… La consideraron como algo que debía ser definido y defendido«.
O la circunstancia de que todas las culturas que pasaron por ella durante milenios dejaron obras perdurables, desde la Iglesia del Santo Sepulcro a la Mezquita de Omar, pero el espíritu cientificista del siglo lo único que supo hacer fue un agujero en sus murallas «para gloria del Emperador alemán».
O la suficiencia de quien, como «el culto gentleman inglés… ciego con respecto a sí mismo», se permite criticar «que la devoción popular allí es débil y decadente, y especialmente que el arte religioso es abigarrado y grotesco», una caótica superposición de estilos. Chesterton reprocha ese pensamiento porque obvia lo esencial: la fe de quienes han hecho ese arte y la caridad de las hermandades monásticas sin las cuales «no quedaría hoy en día nada que ver en Jerusalén».
Los cristianos de Jerusalén, «salvo por pocos años después de Constantino y otros pocos después de la primera Cruzada, prácticamente siempre han sido perseguidos«. En la «época larga y aparentemente eterna del poder musulmán», «un hombre en Jerusalén estaba en el centro del Imperio Turco… Debe haberles parecido como si la Tierra entera le perteneciera a Mahoma«. Y, sin embargo, a lo largo de los siglos la «tenacidad» de los cristianos ha mantenido viva una llama allí donde cualquier «moda» moderna habría perecido en breve tiempo. Hay que tener más «humildad histórica», exige Chesterton: «Todo lo que ha desfigurado al santuario no proviene de la Edad Oscura, sino de la Edad de la Razón».
Y no habla solo de arte: también de «esa maldición de una sociedad sin religión (desconocida en las sociedades religiosas tanto musulmanas como cristianas» que es «la detestable negación de toda dignidad al pobre«.
El islam y las Cruzadas
En La Nueva Jerusalén, Chesterton ejemplifica en «la libertad de las mujeres cristianas de Belén» (entonces allí los cristianos eran muy numerosos) y la caballerosidad con la que son tratadas las diferencias entre el cristianismo y el islam, al que considera -sin dejar de reconocer las virtudes de su cultura- una «gran religión de la simplicidad«: consiste en «un único movimiento en una sola dirección». «A los musulmanes», dispara, «igual que a los bolcheviques, les parecía evidente que su credo sencillo era adecuado para todo el mundo, por lo que deseaban imponerlo a los demás de esa manera particularmente avasalladora».
En efecto, el hecho fundamental «acerca de esas ciudades y provincias del cercano Oriente, que es incesantemente olvidado pero debería ser recordado permanentemente, es que una vez fueron tan romanas como la Galia» y «la cultura cristiana es más antigua que la musulmana». El islam fue «un ataque agresivo contra la vieja y ordenada civilización de estas tierras… El islam fue el invasor y la Cristiandad la invadida«.
Por eso dedica un capítulo entero a exponer y defender El sentido de las Cruzadas. Las defiende como guerra defensiva, pero también como guerra religiosa: «Fue un movimiento religioso, pero también algo perfectamente racional«. Con su habitual gusto por la paradoja, Chesterton explica su teoría de que solo las guerras de religión tienen justificación y lógica: «La guerra religiosa es en sí misma mucho más racional que la guerra patriótica», porque su objetivo «es la paz mental tanto como la material», es «el acuerdo… Apunta a la igualdad, mientras que la guerra nacional apunta a la superioridad. La conversión es la única clase de conquista de la que el conquistado debe alegrarse».
Las Cruzadas, explica fue un «contraataque»: «Fue el ejército de defensa tomando la ofensiva, y empujando al enemigo hacia sus bases». Porque «mucho antes de que los cruzados hubieran soñado cabalgar hacia Jerusalén, los musulmanes habían llegado a las puertas de París«. Un movimiento tan popular, que no duda en calificarlo como revolución, porque «no se trató de un movimiento seguido por la plebe», sino de «un movimiento conducido por ella«.
Ricardo Corazón de León, combatiendo a las puertas de Jerusalén, en un cuadro de Fortunino Matania (1881-1963).
Y aunque logró cosas importantes, como la conquista de Jerusalén y el Reino Latino, la sensación de fracaso cuando los musulmanes dieron la vuelta al resultado -bien que mucho tiempo después- con Saladino hizo que la sociedad medieval muriese «de desencanto». Chesterton atribuye a ese desencanto el fin de una Edad Media a la que defiende con razón y pasión: «Las corrientes de vida que corrían a través de los gremios y las escuelas y las órdenes de caballería y las hermandades de frailes cambiaron y se congelaron extrañamente».
¿Un obstáculo a la beatificación de Chesterton?
La idea de abrir un proceso de beatificación de Chesterton ha ido ganando fuerza con el paso de los años. A mediados de 2013 comenzó una investigación preliminar, autorizada por el obispo de Northampton, Peter Doyle, que cinco años después ha concluido, y parece que con buenas perspectivas.
Uno de los obstáculos que aparecen es su supuesto antisemitismo, una acusación que ya padeció en vida. Y uno de los lugares donde la responde de forma más completa es en La Nueva Jerusalén.
Chesterton es decididamente sionista: «Sería mejor para todos si Israel gozara de la dignidad y responsabilidad distintiva de una nación independiente… dándole a los judíos un hogar nacional, preferentemente en Palestina«. Esto lo escribe en 1922, cinco años después de la Declaración Balfour que comprometió al gobierno inglés en ese proyecto.
Pero la realidad era que numerosos judíos en todo el mundo eran decididamente antisionistas, y querían permanecer en las sociedades que les habían acogido generaciones -en algunos casos, muchas generaciones- atrás. Se sentían plenamente integrados, pero ¿lo estaban? Chesterton consideraba que «los judíos son judíos, y, como consecuencia lógica, no son rusos, o rumanos, o italianos o franceses». Él y otros eran acusados de antisemitas por querer «dar a los judíos la dignidad y el status de una nación independiente» y que «los judíos fueran representados por judíos, vivieran en una sociedad judía, fueran juzgados y gobernados por judíos». «Si esto es antisemitismo, entonces soy antisemita», proclama, pero enseguida aclara la paradoja: «Parecería mucho más racional llamarlo semitismo«.
El Muro de las Lamentaciones, en torno al año 1900.
Que esta posición no incluía odio en modo alguno, se traduce en el reproche que hace a quienes alababan a los judíos cuando eran capitalistas, pero los atacan ahora que son bolcheviques. No es su caso: «Existen buenos, honorables y magnánimos judíos de todos los tipos y rangos, hay muchos de ellos entre mis propios amigos a los que me siento profundamente ligado como pertenecientes a mi mismo rango«. Pero para Chesterton es vital «reconocer la realidad de los problemas judíos», y «pretender que no existe el problema es precipitar la reacción de una impaciencia racional que, desgraciadamente, solo se puede expresar en la forma irracional del antisemitismo«.
Justo lo que él quería evitar. No solo en Inglaterra. También en la misma Tierra Santa que había conocido en su viaje, donde «el miedo hacia los judíos en Palestina, racional o no, es una cosa que debe ser combatida por la razón«.
«Cuanto más leo a Chesterton», afirma Melanie McDonagh en el Daily Telegraph, donde se opone a la beatificación, pero por otras razones, «más veo que no tuvo nunca nada que ver con el odio, salvo el odio a las ideas, y que evitó a cualquiera que abrigase odio étnico. Más aún, procuró defender con su pluma a las víctimas de esas ideas».
Un único recuerdo
A su regreso de Tierra Santa, Chesterton solo traía un recuerdo: un «anillo barato de metal colorido como cobre o bronce» con la palabra Jerusalén grabada en griego. Cuyo valor, explica, residía sobre todo en que no podía comprarse en el Strand, la gran calle comercial de Londres. Genio y figura.