Carmelo López-Arias / Fundación Tierra Santa
En las páginas de la Crónica del Císter de fray Bernardo de Brito, publicada en Lisboa en 1602, se recoge una hermosa historia.
Se trasmitía de una generación a otra y había tenido lugar en el monasterio de Lorvao, a cuyas puertas llamó, en una fecha no precisada, una mujer que quería profesar en él, María Minz, que llevaba como seglar una vida ya muy mortificada en oración y penitencia.
El monasterio de Lorvao, en el noroeste de Coimbra, es hoy un hospital psiquiátrico, instalado en un edificio del siglo XVIII construido sobre anteriores ruinas románicas. A raíz de la revolución liberal de 1820 (paralela a la de España) se acentuó su decadencia, hasta cerrar cuando murió la última monja y fueron saqueados sus bienes. No se sabe cuándo fue fundado, aunque hay referencias históricas a él desde el siglo X. Primero fue ocupado por monjes benedictinos y luego por cistercienses, sustituidos a principios del siglo XIII por monjas de la misma orden. Allí se retiró la futura Beata Teresa de Portugal, hija del rey Sancho I, tras declararse nulo en 1196 su matrimonio de cinco años antes con Alfonso IX de León, con quien tuvo tres hijos.
Cuando María Minz cruzó ese umbral, llevaba una angustia en su corazón. Había hecho voto de peregrinar a Tierra Santa, pero no encontraba forma de cumplirlo, y esto atormentaba su alma. Pero coincidió que el Papa decretó en aquel año un jubileo que facultaba a los sacerdotes para levantar votos privados. Su confesor encontró así la forma de librarla de ese fardo: quedaría dispensada del voto si peregrinaba dentro del convento.
En realidad, explica el padre Herbert Thurston al referir la historia en su libro sobre Las Estaciones de la Cruz, lo que hizo el sacerdote fue calmar los escrúpulos de la santa mujer, pues la entrada en religión anulaba de por sí cualquier voto privado. Pero, más allá de la cuestión canónica, ella quería cumplir de alguna forma con la palabra dada, y pidió una solución que su director espiritual encontró con un poco de imaginación: durante un año, tiempo estimado que podría haber durado una peregrinación real, María llevaría a cabo tras los muros de Lorvao las mismas acciones que si estuviera realmente visitando la patria de Nuestro Señor.
Como cuenta Thomas L. McDonald en Weird Catholic, María se despidió de todas sus hermanas del monasterio como si partiese para Jerusalén. Durante doce meses convivieron como si ella no estuviera: no se dirigían la palabra ni hacía las comidas de comunidad. Cuando sus compañeras terminaban el almuerzo, se acercaba sola al refectorio y se alimentaba muy frugalmente, dejando el resto de su ración para los pobres.
¿Cómo era su jornada? «Durante todo el día», explica McDonald siguiendo a fray Bernardo de Brito, «caminaba alrededor del claustro y pasaba junto a las tumbas y los altares del monasterio, cada uno de los cuales había hecho corresponder con alguno de los lugares sagrados de Jerusalén. Cuando sonaba la campana para dormir, allí donde estuviera se tumbaba para descansar, y cuando sonaba de nuevo se levantaba y continuaba su recorrido».
El último día del último mes consagrado a la peregrinación, se arrodilló en la iglesia ante el Santísimo para rezar hasta el amanecer. Cuando el sacristán llegó a la mañana siguiente para abrir el templo, se la encontró tumbada con los brazos en cruz, rígida, muerta. «Su rostro», testificó el hombre que la halló, «irradiaba una luz sobrenatural«.
La historia se difundió y los hábitos de Sor María Minz fueron troceados como reliquias, a las que se les atribuyeron algunos milagros.
Un tiempo después de su muerte, llamó a la puerta del monasterio de Lorvao un peregrino que volvía de Tierra Santa y preguntaba por ella. Cuando le interrogaron cómo la conocía, su respuesta les dejó atónitos.
Durante la peregrinación de aquel hombre a Tierra Santa, una monja de nombre María radicada en el monasterio de Lorvao le había acompañado en su visita a numerosos lugares santos. Un día, cuando el peregrino ya estaba de regreso a Portugal, la religiosa se separó de él diciéndole que la reclamaban en su convento y que acudiera a verla allí cuando volviese a casa. El hombre anotó el día en que se despidieron, y al llegar a su destino comprobó con la comunidad cisterciense que aquel fue el día de la muerte de la hermana Minz.
Fray Bernardo Brito lamenta no haber podido averiguar la fecha exacta del suceso (en todo caso posterior al año 1300, que fue cuando se convocó el primer Año Santo y jubileo por parte del Papa Bonifacio VIII), pero sí deja constancia de que el relato sobre Sor María y la devoción a ella seguían vivos en la época en la que él investigó esta historia en el monasterio de Lorvao.