Fray Jorge, un franciscano mexicano que nació para la pintura en la Custodia de Tierra Santa

Dos estilos para una misma escena, el Descendimiento. Arriba, Caravaggio, en torno a 1602-1604. Abajo, Botticelli, un siglo antes, en torno a 1495.

La Custodia de Tierra Santa, en su misión de vivificar los Sagrados Lugares, mantiene activa la producción de arte religioso a través de voluntarios y de los mismos frailes franciscanos. Se trata de embellecer la liturgia y los templos con obras nuevas (pintadas o talladas, y de materiales muy diversos) que incorporen el espíritu de sus nuevos creadores a las tradiciones características de Tierra Santa.

Uno de estos creadores es el religioso mexicano Jorge Barba, que trabaja cotidianamente en el Taller de Restauración de la Custodia. Se encontraba en su país estudiando filosofía para prepararse a ser sacerdote, cuando sus superiores le enviaron a Jerusalén aprovechando una beca de la Custodia, tras un año en Italia estudiando italiano, el idioma oficial de los franciscanos en Tierra Santa. Llegó en 2014 y decidió «engancharse» a lo que había sido su sueño antes incluso de empezar su camino al sacerdocio.

Su consagración al arte comenzó en este nuevo destino: «Un día, mientras estudiaba en San Salvatore, los frailes de la Custodia necesitaban pintar una imagen del Cordero. Uno de los hermanos me nombró porque sabía que era capaz de hacerlo, así que tímidamente hice mi primer trabajo, respondiendo a la llamada de los hermanos. El cordero fue muy querido y como agradecimiento en 2017 la Custodia me envió a Florencia para un curso de dos meses, para mejorar mi don», explica al Terra Sancta Museum.

«En Florencia fueron días de pura gracia, donde descubrí que la espiritualidad y las emociones, los sentimientos pueden encontrar una forma de expresión en el arte», añade.

En el momento de realizarse la entrevista, fray Jorge se encontraba trabajando en dos tablas con San Francisco y Santa Clara como protagonistas. Ésta es su técnica: «Es un proceso largo. Para las tablas primero pongo la cola de conejo para conservar la madera, y luego el lienzo que preparo con manos de yeso. Tengo que dar varias pasadas porque hay que crear una superficie que te permita pintar uniformemente pero que te permita también vislumbrar la textura del lienzo. Después del yeso procedo con el dibujo preparatorio, para entender el conjunto, y pongo el color rojo como base. El rojo ayuda a sacar el oro que voy a aplicar en él. De hecho, todo el fondo, así como el tabernáculo de Clara, será de pan de oro, pero lo pondré al final porque es muy delicado y pierde su brillo muy fácilmente. Luego creo los atributos de los santos con más capas de yeso, para resaltarlos como en los retablos de la Edad Media y principios del Renacimiento, y después procedo a pintar las figuras con veladuras de pintura al óleo».

Dos estilos para una misma escena, el Descendimiento. Arriba, Caravaggio, en torno a 1602-1604. Abajo, Botticelli, un siglo antes, en torno a 1495.

El padre Barba es un admirador de Botticelli y Caravaggio, a pesar sus diferencias en la composición: «Son muy diferentes, pero se complementan entre sí. Caravaggio tomó e hizo la luz más brillante en la oscuridad, mientras que Botticelli es pura luz, porque con su técnica se vio obligado a trabajar primero en la luz, de lo contrario habría sido imposible corregirla porque el temple no lo permite. Con el óleo, por otro lado, Caravaggio podía hacer que la luz emergiera de la oscuridad. Me encanta porque, incluso en un sentido teológico, este proceso es hermoso: a pesar de las sombras de nuestras vidas, sé que hay luces que pueden surgir siempre, más fuertes y más hermosas».

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