El padre Artemio Vítores González, franciscano de la Custodia, es toda una institución en Tierra Santa, donde lleva viviendo 45 años.
El 13 de diciembre del año pasado recibió en el Consulado General de España en Jerusalén, de manos del embajador de España en Israel, Fernando Carderera, y del cónsul general en Jerusalén, Juan José Escobar, la Encomienda de la Orden de Isabel la Católica con la que el Gobierno quiso reconocer su labor allí al servicio -también- de España y de la cooperación internacional española.
A finales de abril falleció su madre, Pilar González, y con ese motivo el padre Artemio escribió una carta reproducida en el blog de Javier Olivares, que reproducimos a continuación como bella muestra del amor especial entre una madre y su hijo sacerdote, tanto más cuando su vida sacerdotal se desenvuelve tan lejos de casa y desde hace tanto tiempo.
Carta del padre Artemio, 16 de mayo de 2005
Querido Francisco Javier: ¡El Señor te dé su Paz!
¡Gracias por tu recuerdo, tu amor y tu oración! Te mando estas breves reflexiones. Pienso escribir un relato un poco más extenso. El 29 de abril de 2015 recibí, en Jerusalén, la triste noticia del fallecimiento, casi repentino, a sus 97 años, de mi madre Julia, en Beasain, España. Fue una muerte dulce. La Santa Misa fúnebre fue un momento de solidaridad y de amor de muchísimas personas que quisieron expresar su aprecio a mi madre, pues la consideraban también su madre, aunque algunos no la hubieran conocido. Por eso han sido tantas y tantas las llamadas, los correos recibidos, el cariño expresado por tantas personas, que llenan de felicidad el corazón de un hijo.
Francisco de Asís, nuestro Padre, decía que “la madre de un fraile es la madre de todos”, y quiso estar presente. Para poder asistir al funeral tuve que hacer un viaje muy rápido: Tel Aviv-Barcelona-Bilbao. Entre un vuelo y otro había apenas 50 minutos. Yo, corriendo, llegué a tiempo, pero mi maleta no corrió lo suficiente. Sentí un gran dolor, pues en ella estaba mi hábito franciscano con el que quería presidir el funeral. Nuestro Padre San Francisco echó una mano y la maleta, con el hábito, llegó al tanatorio 10 minutos antes de salir con el féretro hacia la iglesia. Pude así acompañar en el cementerio a mi madre con el hábito franciscano que tanto amaba.
De pequeño viví poco tiempo con mis padres, pues a los 11 años me fui al colegio seráfico, ya que siempre les había dicho que yo quería ser o cura o fraile. Fue un dolor para ellos, pero mi madre, con esa generosidad y amor que le eran propios, me dijo: “Hijo, si quieres hacerte fraile, vete; pero ya sabes que ésta es tu casa y yo seré siempre tu madre”. Todos queremos y admiramos a nuestra propia madre. Dediqué mi libro La Virgen María en Jerusalén en primer lugar a “mi madre, Julia González, que ha sido siempre un modelo de mi vida, y a todas las madres del mundo, las cuales con su amor y generosidad, son testigos de María-Jerusalén, que es nuestra madre”.
¡He celebrado tantas veces la Eucaristía en el altar de la Virgen Dolorosa, en el Calvario! He contemplado el dolor inmenso de María por su Hijo Jesús clavado en la cruz. María sufre porque ha perdido a su Hijo, pero Ella está al pie de la Cruz con el valor, la bondad y la generosidad de una madre. Mi madre sufría por mi ausencia, pero creía en mí y en mi misión. Cuando volvía a Jerusalén después de las vacaciones, al despedirme, mi madre lloraba. La última vez me decía ya no me vería más y eso lo he meditado muchas veces delante de la Virgen Dolorosa.
Llevo ya 45 años en Tierra Santa. Mi madre estuvo aquí cuatro veces, recorriendo y venerando los Santos Lugares, enamorada de Jesús y de María. Ella quería estar con su hijo: paseábamos, visitábamos, rezábamos. El Señor me ha concedido la gracia de celebrar muchas veces la Santa Misa en la Tumba Vacía del Señor y de rezar sobre ella, al final del Vía Crucis. Ponía mis manos sobre la piedra del Sepulcro. Entre mis manos y la losa estaba, en primer lugar, mi madre. Y me parecía oír las palabras llenas de esperanza del ángel a las mujeres: “No está aquí. Ha resucitado. Ha sido llevada al cielo”.
Volviendo a Jerusalén, en Madrid, celebramos una Misa solemne por mi madre, en la maravillosa Basílica de San Francisco el Grande. Queríamos honrar y agradecer a nuestro Padre por mi madre, que es también la suya. Y en la Ciudad Santa, nada más llegar, el 13-14 de mayo, festejamos la Ascensión del Señor en la cima del Monte de los Olivos. Aquí está la esperanza del cielo. Al igual que Jesús, también nosotros podemos llegar a la meta. Esa es la fe de los cristianos y es, lo creo firmemente, lo que ha sucedido con mi madre Julia.
Hoy no te cuento más. Mi hermana sigue asistiendo a mi cuñado, que está mal. Sus hijos le han ayudado y le ayudan, y siempre con la sonrisa de las dos nietecillas. Estoy recuperando las clases perdidas, pues el final del curso se acerca. Los peregrinos españoles tardan en hacerse ver. Recemos por la paz y para que el corazón de todos brille el fuego del Espíritu Santo para proclamar la fe en Cristo.
Un fuerte abrazo. Artemio