Una estructura “muy cercana al modelo de lo que es una familia”: se distingue por “una espiritualidad que nos hace sentir como una sola cosa”, porque “también Jesús fue un pequeño emigrante” y también él “vivió la experiencia de estos niños, que saben lo que quiere decir estar amenazados”. Así narra el padre David Neuhaus, responsable de la pastoral de los migrantes del patriarcado latino de Jerusalén, la experiencia “de misericordia” del jardín de infancia de Tel Aviv dedicado a los hijos de los migrantes. Una estructura esencial, porque si bien es verdad que Israel recibe a los hijos de los refugiados y les abre las puertas de las escuelas estatales, en todo el territorio no existen realidades educativas dedicadas a los menores de tres años.
Una carencia, explican fuentes locales, que ha llevado a la difusión de jardines de infancia privados, si bien son sitios inhóspitos en los cuales decenas de niños se hacinan en condiciones sanitarias desastrosas, sin la posibilidad de jugar, interrelacionarse ni vivir momentos de recreo. El año pasado, cinco de estos pequeñitos murieron en un establecimiento privado, apodados “garajes de niños”, víctimas inocentes de las condiciones precarias y la falta de atención descuido.
Por eso, el comité de la Iglesia de Tierra Santa dedicado a la pastoral para los migrantes ha tratado de buscar una solución, al menos parcial, para responder al problema, dando vida, primero, a un jardín de infancia en Jerusalén que acoge a 22 niños, y luego en Tel Aviv. Una estructura nacida gracias al esfuerzo común de la Iglesia local, del vicariato de San Santiago y de una ONG local, llamada Unitaf, especializada en los problemas del desarrollo de la primera infancia.
El padre David Neuhaus, jesuita.
“Israel posee establecimientos excelentes para menores entre los 3 y los 18 años -explica el padre David en una entrevista al Christian Media Center (CMC)-, pero ninguna para quienes están por debajo de los tres años. Y aquellas que existen son muy caras, los hijos de los migrantes no tienen suficiente dinero para inscribirlos allí”. Además, los niños “no pueden quedarse en sus casas” con sus padres, porque a menudo ellos deben trabajar o “no siempre tienen para darles de comer”.
Nuestro establecimiento, continúa el sacerdote, “no apunta a los grandes números, no recibe a más niños de los que puede acoger, no se interesa por el dinero y tampoco quiere obtener ganancias. Queremos ofrecer un modelo de los que es posible”, prosigue, dando vida a “un proyecto multiforme gracias a un equipo fantástico y a la colaboración de la comunidad local”. “Estamos realmente cerca -concluye- de ser una sola cosa, con una espiritualidad que nos hace sentir como una familia”.
Hoy, el centro de Tel Aviv acoge, cada día, a 52 niños, hijos de migrantes que piden asilo con situaciones familiares difíciles. Aún en fase de construcción, se ha orientado fundamentalmente a la creación de un ambiente agradable, seguro y adaptado a los más pequeños, mientras sus padres están en el trabajo. El jardín de infancia abre a las siete de la mañana y permanece abierto hasta las seis de la tarde; los que se ocupan de los pequeños huéspedes son un grupo de mujeres, cada una de las cuales tiene a cargo un máximo de seis niños.
La mayor parte de ellos es de origen eritreo, pero también hay lactantes que provienen de la comunidad eritrea, filipina, sudanesa, india y singalesa. En el establecimiento también hay niños con problemas de autismo y uno con síndrome de Down.
Para los próximos meses está prevista la construcción de otros ambientes, de modo que se pueda hospedar a una decena de niños más. De este modo, las mujeres migrantes podrán encontrar un trabajo y ganar una suma de dinero, además de encontrar un establecimiento confortable y un refugio seguro para sus hijos.
Quien controla todo es Sor Dinesha, originaria de Sri Lanka, con estudios especializados en pedagogía y cuidado de la infancia, quien cuenta que los niños necesitados “necesitan de una particular atención y cuidado”. Junto a ella, hay también una asistente social, Caterina, que viene de la pastoral para los migrantes y que se ocupa de la distribución de ayudas y de que todo funcione bien en el lugar.
Kiflon, eritreo, padre de dos hijos (varón y mujer), está entusiasmado con el centro, en el cual trabaja también su mujer, y a la cual se le confía el cuidado de los niños: “Para entender la diferencia -cuenta- es suficiente mirar las condiciones en las cuales viven normalmente nuestros niños. Grupos de cuarenta o cincuenta, en la misma habitación, mientras que aquí una persona se ocupa tan sólo de seis niños. Es muy distinto, porque aquí no se trabaja para ganar, y los más pequeños reciben todo lo que necesitan”.