Cristina Somoza es una de las personas que hablan de su encuentro con la fe en el documental Tierra Santa, el último peregrino. Allí no da muchos detalles, pero sí los da en el libro Vidas Sorprendentes (Xerión, 2021), una recopilación de testimonios que hace el sacerdote Arturo Díaz, capellán en el monasterio de la Encarnación de Ávila y organizador de peregrinaciones al país de Jesús.
El mismo padre Arturo ha vivido 4 años en Tierra Santa y sabe el efecto avivador en la fe de los que ya creen. Pero en el caso de Cristina era distinto, porque ella se había alejado por completo de Dios.
Infancia con fe y vida parroquial
Cristina Somoza nació en 1974 en Ávila, la segunda de tres hermanas y «la más revoltosa». En su infancia y adolescencia le gustaba la vida parroquial, el coro, el grupo de jóvenes, la catequesis… «Me encantaba ir a esa iglesia, porque todos mis amigos estaban allí, y el sacerdote era muy cercano a nosotros», recuerda.
En 1982 San Juan Pablo II visitó Ávila, y allí, en sus actividades, estaba Cristina, con 8 años. Pero ella no se fijó mucho en el Papa, se fijó más en los policías y sus uniformes. Desde entonces quiso ser policía.
Recién finalizados sus estudios en la Escuela de Policía Nacional, fue enviada a Barcelona. Estuvo unos años allí. Incluso participó en la vigilancia de la Familia Real en Mallorca en verano. Pero dejó atrás su vida basada en valores tradicionales. «Mi vida pasó a ser una vida sin Dios. Una ciudad llena de atractivos, juventud, dinero y libertad… pero no tenía a Dios».
«Formé una vida en pareja sin ningún cimiento sólido, y donde, poco a poco, todo se fue destruyendo», señala. Cristina cayó en una especie de vacío existencial y entendió que no era tan fuerte e independiente como pensaba. Volvió a Ávila, a apoyarse en su familia y volcarse en su trabajo, pero sin Dios.
«¿A Tierra Santa?» Un no rotundo, pero…
Un día gris del invierno castellano su madre la instó a apuntarse a la peregrinación a Tierra Santa. «Le di un ‘no’ rotundo», dice Cristina. Le gustaba viajar, pero no a Tierra Santa ni en formato peregrinación. Pero su madre insistió y la llevó a ver al padre Arturo Díaz.
Vivían delante de la Encarnación, pero Cristina nunca había entrado en este lugar que tantos devotos de Santa Teresa de todo el mundo querrían conocer. Por la insistencia de la madre, Cristina dijo al sacerdote que se apuntaba con dos condiciones: «que no iba a rezar y que no asistiría a ninguna misa».
En el aeropuerto de Barajas, esperando el avión, tuvieron su primera misa, en la capilla. «Nunca pensé que en el aeropuerto hay una capilla, pero la hay. Para mí fue como una ‘misa copiada’, es decir, que yo repetía los gestos que hacían los demás, y rezaba lo poco que sabía o recordaba».
«Nada era como me lo había imaginado»
Una vez en Tierra Santa, lo primero que le impactó fue Belén. Ni pueblecito ni casitas… «la Cueva de Belén estaba convertida en un lugar silencioso pero majestuoso por ser donde había nacido el Niño Dios. Nada era como me lo había imaginado». Y eso alimentaba su perplejidad y curiosidad. Se sucedían los lugares: Ein Karem, Nazaret, Magdala… y el Monte Tabor.
El Monte Tabor, en principio, «no le decía nada». Era el lugar de la Transfiguración, donde Jesús se deja ver como algo más que un mero hombre. Cristina subió hasta la cima, y le impresionó la belleza de la vista, pero también que «había algo que me hizo descansar el alma».
Entonces el padre Arturo recitó el texto de Mateo 17,7: «El rostro de Jesús se tornó ante ellos brillante como el sol, sus vestidos se volvieron blancos. Les dijo: ¡Levantaos, no tengáis miedo!»
«Mi viaje cambió por completo desde que el Señor me dijo: ‘levántate, no tengas miedo’. En ese mismo momento fui consciente de que el Buen Dios estaría ya siempre conmigo. Mi vida interior ya no iba a ser igual», explica ella.
La fuerza de la Palabra de Dios en ese momento, en ese lugar, la cambiaron para siempre.
En los siguientes días, dice, «el Señor y yo fuimos encajando el uno con el otro, como las piezas de un puzzle…»
En el Santo Sepulcro: «no se puede explicar con palabras»
El Santo Sepulcro es la culminación de muchas peregrinaciones. El lugar donde la muerte fue derrotada, donde Cristo sale de los límites de la muerte, la carne y la sangre mortal. Cristina esperaba inquieta: «¿Qué tendrá este lugar para que haya tanta gente? ¿Qué tendrá este lugar para que nadie quiera salir? Estas preguntas y muchas más las resolví tan pronto como entré. Fue una experiencia única e íntima con el Señor que no se puede explicar con palabras».
Finalizó aquel viaje de 8 días y volvió a Ávila. Cristina comprobó, asombrada y feliz, que Dios seguía con ella.
«La sorpresa me llegó cuando al ir a trabajar, me di cuenta de que el Señor me acompañaba durante toda la jornada de trabajo; y cuando llegué a casa, Él estaba ahí. No me abandonó ni un momento durante ese primer día, ni al otro, ni en los siguientes. La sensación que tenía era la de ver que detrás de mí tenía a una Persona que me seguía y no se separaba de mí en ningún momento», detalla.
Alegría en el día a día, y oración
«Desde entonces, me sentía feliz tanto exterior como interiormente. Me sentía capaz de empatizar con los demás, de pararme a reflexionar sobre mis propios actos y ser crítica. Sobre todo, empecé a incorporar pequeños momentos de oración. Y hoy tengo que reconocer que no podría vivir ni un minuto sin el Señor».
Se acostumbró a rezar el rosario. La gente que nunca reza le pide oración y ella dice: «Si rezamos juntos conseguiremos mucho más ante el Señor». Y en la mayoría de los casos rezan juntos.