Alicia Vacas, vallisoletana de 48 años, es la superior de las misioneras combonianas en Oriente Medio y Asia. Lleva 15 años en Tierra Santa, y antes estuvo 8 años con las combonianas de Egipto.
Comenta que los niños beduinos en Tierra Santa a veces se ríen de su acento árabe egipcio: «hablas como en las telenovelas», le dicen, porque todos ven telenovelas egipcias.
En 2015 recibió el Premio «Puentes y no Muros», de Pax Christi. En febrero de 2021 apoyó la campaña contra el hambre que cada año impulsa Manos Unidas, explicando cómo esta ONG de la Iglesia Católica en España apoya los apostolados de las combonianas en Tierra Santa.
«El don de vivir en la tierra del Señor»
«Soy muy afortunada, vivo la misión en un lugar fascinante. Tenemos el don enorme de vivir en la tierra del Señor, y eso es algo que se respira. A veces corremos el riesgo de distraernos y no caer en la cuenta de que la calle por la que pasas a diario tiene una carga espiritual y afectiva muy fuerte», explicaba entrevistada por Miguel Ángel Malavia en Vida Nueva.
«Es un don vivir junto a pueblos con culturas y tradiciones muy ricas, con una fe muy fuerte y vivida muy intensamente, tanto los judíos, en los que tenemos nuestras raíces, como los musulmanes. Esto también es una responsabilidad y una bendición, pues te abre mucho los ojos y el corazón«, añadía.
¿A qué se dedica en su día a día? En Vida Nueva daba un ejemplo.
«Una familia beduina tiene tres hijos enfermos con una dolencia genética muy grave. Estamos muy cerca de ellos, les acompañamos muchas veces al hospital y en todos los procedimientos burocráticos. Un día, al más enfermo de los tres, con solo nueve años, le tenían que amputar una pierna… Allí estábamos sus padres, un rabino muy comprometido en el apoyo a los beduinos y yo. Pasamos unas horas muy malas en la sala de espera. Cuando salió el cirujano, llamó a ‘la familia’ y el padre nos llamó con él, emocionándome comprobar cómo para ellos somos su familia. El cirujano se quedó pasmado con la escena al ser un grupo muy variopinto: un rabino judío americano (rubio y con el pelo rizado), una monja católica y una pareja musulmana en la que ella llevaba el ‘niqab’ y solo se le veían los ojos y él lucía una gran barba… Tras insistir el cirujano en que solo hablaría con ‘la familia’, el padre, muy serio, le dijo: ‘Quien está conmigo mientras le amputan una pierna a mi hijo, esa es mi familia’. Esta historia me dice mucho de lo que significa el diálogo interreligioso y el poder trabajar juntos por los más pequeños, pobres y enfermos».
Escuelas para los niños beduinos
Aunque Alicia se formó como enfermera, cuando llegó a Tierra Santa entendió que lo que pedían las familias beduinas pobres eran escuelas para sus hijos. Por lo tanto, empezó a centrarse en el ámbito educativo, en crear escuelitas infantiles y guarderías «en campamentos en pleno desierto. Empezamos con cuatro y hoy hay ya más de nueve. Varias decenas de mujeres beduinas son sus propias profesoras de infantil, enfermeras o sanitarias». Para ello recibieron ayuda de Manos Unidas y voluntarios españoles que ayudaban con los niños.
(Aquí en español un videorreportaje de 2019 del trabajo de las combonianas con los beduinos de Al Qasara)
Las combonianas en Tierra Santa trabajan también, ayudadas por Manos Unidas, con mujeres muy pobres víctimas de redes de tráfico de personas, inmigrantes eritreas en su gran mayoría. «Es un proyecto muy bonito de integración y solidaridad que da esperanza a más de 300 mujeres cuya situación era desesperada. En él compartimos espacio mujeres africanas, israelíes, internacionales, las hermanas…»
Los combonianos y la Iglesia, con apoyo de Manos Unidas y otras entidades católicas, mantienen también el llamado Hospital Italiano de Kerak, «al sur de Jordania, en la zona más desfavorecida del país. Este hospital es la única obra social de la Iglesia en una región donde apenas llegan el Estado y otras entidades. Es un lugar de referencia para los beduinos de Jordania y para muchísimos refugiados iraquíes y sirios».
La casa de las combonianas, dividida por el muro de Palestina
Entrevistada en la revista Ecclesia, Alicia explicaba que «en Jerusalén, nuestra comunidad está en Betania, pegada al muro que separa Israel y Palestina. De hecho, el muro se levanta sobre la verja de nuestro jardín. Cuando lo construyeron perdimos el contacto con Betania, así que alquilamos una casa al otro lado y dos hermanas viven ahora en un piso junto a los cristianos del otro lado. Somos una única comunidad, ¡pero vivimos en dos casas a ambos lados del muro! En realidad, podemos hablar por la ventana, pero para venir de una casa a la otra tenemos que hacer 18 kilómetros y dar la vuelta al check point, el punto de control militar».
Alicia piensa que las misioneras católicas en Tierra Santa pueden «trabajar en los dos lados, conectando con activistas de las dos partes y con gente que esté dispuesta a trabajar por la reconciliación. Trabajamos en la defensa de los más débiles y marginados tanto con organizaciones de Palestina como de Israel».
«Tierra Santa te toca el corazón»
Entrevistada en 2012 en ForumLibertas, Alicia Vacas, declaraba: «Es difícil que Tierra Santa no te toque el corazón. Hay allí lugares especiales en los que el dolor de Cristo parece encontrarse con el de los hombres: Getsemaní, el Calvario… Hace poco me emocioné en una oración en Getsemaní con unos peregrinos de Cáritas Valencia, que rezaban por sus enfermos y seres queridos, cada uno con el corazón lleno de nombres».
También explicaba cómo descubrió su vocación misionera.
«Mi familia era cristiana practicante, sencilla, obrera de clase media en Valladolid. Estudié en un colegio de las Franciscanas de los Sagrados Corazones, que tenía un grupo juvenil donde íbamos creciendo en la fe. Teníamos inquietud por lo social y el Tercer Mundo. Supimos por casualidad de la Pascua Joven Misionera de los combonianos, fuimos en grupo, y me pareció una espiritualidad más encarnada. Como tantos jóvenes me preguntaba por la felicidad, el sentido de la vida y cómo mejorar el mundo. Me preguntaba: ¿cómo, con quién y cuánto volcarme? Me di cuenta de que tenía dos certezas: quería darlo todo y para siempre. Vi que eso era un deseo de consagrarme, una vocación. Después del COU entré en las combonianas con 18 años y estudié con ellas en España e Italia. Siempre había tenido inclinación por el mundo sanitario y estudié 3 los tres años de enfermería en Gijón».
En 2012, mucho antes de la pandemia, ya por su experiencia como enfermera que ha trabajado con muchos pobres, afirmaba que la enfermedad acerca a Dios.
«La enfermedad nos saca de nuestro sueño de omnipotencia, nos ayuda -si nos dejamos- a encontrarnos en nuestra fragilidad y humanidad y ahí Dios se hace evidente. Tras la etapa de rebeldía ante el dolor, puede llegar un sentido de entrega, acogida, desde la dependencia. Puede ser muy bonito. Aprendes a valorar y ser valorado por quien eres, no por lo que haces«, apuntaba.