El pasado 18 de diciembre el arzobispo de Miami, monseñor Thomas Wenski, ordenó en la catedral de Santa María a un nuevo diácono que en unos meses será ordenado sacerdote y a cinco diáconos permanentes, hombres casados con hijos y con un importante bagaje de fe en sus vidas.
Tal y como destaca la Archidiócesis situada en Florida cada uno de ellos ha tenido históricas concretas y únicas en la que Dios les ha llamado a servir de un modo concreto a la Iglesia.
Uno de ellos, Francisco Álvarez-Gil, nacido en Cuba pero criado en Miami, escuchó esta llamada al diaconado permanente mientras estaba de peregrinación con su esposa en Tierra Santa.
Mientras navegaba en el Mar de Galilea, el que tantas veces cruzó Jesús en vida, escuchó una charla de un evangelizador católico, Jeff Cavins. Sus palabras hablaban del relato del Evangelio que precisamente se dio en esas aguas en las que Jesús pidió a Pedro que saliera de la barca y caminara sobre las aguas.
“Dios me llamó durante varios años” antes de ese momento, cuenta el ya diácono Álvarez-Gil a The Florida Cathólic. Católico, médico, padre tres hijos y abuelo ocho nietos es miembro de la parroquia de St. Hugh en Coconut Grove.
Según explica, siempre ha estado unido a la Iglesia, pero un retiro de Emaús al que acudió hace 12 años –asegura- “puso una nueva lente en mis ojos”. Desde aquel momento sintió la necesidad de hacer algo más con su vida, con la que se le había regalado.
Esta llamada se tradujo en un primer momento en aprovechar los dones recibidos como médico yendo a misiones médicas en comunidades aisladas en el extranjero.
Pero mientras esto ocurría seguía escuchando una voz en su interior que le decía que podía hacer algo más. “Seguí apagando esa vocecita”, afirma Francisco Álvarez-Gil.
Pero esa voz se hizo mucho más fuerte, imposible de ocultarla durante aquel paseo en barco por el Mar de Galilea. “Dijimos, ¿sabes qué? Dejemos de leer tanto sobre la fe. Salgamos de la barca y hagamos algo al respecto”, explica el nuevo diácono, refiriéndose a él y a su esposa Alicia María, con la que lleva casado 45 años.
En un primer momento sintió miedo ante esa llamada, pues se consideraba ya mayor. Tenía 60 años, la edad límite para poder entrar en el programa de formación de diaconado permanente que dura cinco años. Pero lo logró.
“Mi esposa me apoyó mucho. Realmente se trata de que mi esposa sea parte de este viaje”, dijo después de su ordenación.