La celebración del Corpus Christi en Jerusalén comenzó a primera hora de la tarde de la víspera, el miércoles 14, cuando los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa hacían su entrada solemne en la iglesia de la Resurrección acompañando al administrador apostólico del patriarcado latino monseñor Pierbattista Pizzaballa. Las vísperas solemnes y una procesión diaria muy concurrida anticipaban la fiesta. Los frailes también permanecían allí para el rezo de las completas, hasta las 6 de la tarde. Como sucede siempre con motivo de las ocasiones solemnes, mientras Jerusalén dormía, envuelta por la oscuridad y el silencio, en el Santo Sepulcro resonaban cantos de alabanza. Era la oración de la vigilia, dirigida por los frailes de la Custodia.
La mañana siguiente, pocas horas después, la basílica de la Resurrección ya estaba llena de frailes y fieles para la misa del Corpus Christi. Durante la liturgia de la palabra, todas las lecturas hablaban del verdadero pan que sacia: la palabra del Señor y Jesús mismo cuando dice “yo soy el pan vivo bajado del cielo”. En la homilía, monseñor Pizzaballa recordaba la fiesta de la Santísima Trinidad, celebrada hace poco, diciendo que para comprender ese misterio no se puede usar más lenguaje que el del amor. «La solemnidad del Corpus Christi nos hace ir un paso más allá, nos dice algo sobre cómo ama Dios. Este “cómo” pasa a través de su cuerpo». El obispo ponía el énfasis en la humanidad de Jesús y el regalo que supone para nosotros: «Con este cuerpo Jesús amó a todos los que encontró, se acercó a las personas, les miró y escuchó, sintió compasión por ellos, les tocó y se dejó tocar. Sintió hambre y sed, cansancio y miedo, compartió el camino, se sentó a la mesa, sintió ternura y rabia, rezó al Padre. Este cuerpo, allí donde llegó, curó y salvó».
Un ambiente de enorme emoción acompañaba la procesión que, al finalizar la misa, dio tres vueltas alrededor del edículo. En torno a la tumba de Jesús, precisamente donde Él ofreció su cuerpo por el mundo, donde con su sacrificio nos dio la salvación. Al principio de la procesión iban los kawas, los guardias de honor con sus vestiduras turcas, que abrían el paso golpeando el suelo con sus bastones, después los sacerdotes del patriarcado latino y los frailes, y al final monseñor Pizzaballa, que llevaba el Santísimo Sacramento.
Tras él, los fieles con sus libros litúrgicos en la mano para entonar los cantos eucarísticos. Pange lingua, Tamtum ergo sacramentum: todos himnos dedicados a Cristo, presente en el sacramento de la Eucaristía.
Una peregrina, tras la procesión, intentaba explicar el motivo de su emoción: «He llorado porque pensaba en todo lo que Jesús ha hecho por mí. Hoy me siento llena de alegría».