Carmelo López-Arias / Fundación Tierra Santa
El escritor norirlandés C.S. Lewis (1898-1963) suele ser encuadrado en el ámbito del anglocatolicismo, esa corriente anglicana que tomó impulso a raíz del Movimiento de Oxford pero cuyos integrantes no llegaron a dar el paso que sí dió el futuro cardenal y santo John Henry Newman y siguieron siendo protestantes.
El autor de las Crónicas de Narnia bordeó tanto la conversión, que obras suyas como Mero cristianismo, Los milagros, La abolición del hombre o Cartas del diablo a su sobrino han entrado a formar parte con naturalidad del elenco de lecturas casi obligadas para un católico que desee formarse en el punto fuerte como ensayista de quien fuera prestigioso medievalista y profesor de literatura en Oxford y Cambridge: la apologética.
Michael Pakaluk, catedrático de Filosofía en la Ave Maria University y miembro de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino, se define a sí mismo con alguien que era un “protestante tipo C.S. Lewis” y que, siendo estudiante, tras visitar Tierra Santa dejó de serlo para ser recibido en la Iglesia católica.
Tuvo cinco razones para ello, que tuvo ocasión de explicar a los jóvenes profesionales que fueron sus compañeros en una peregrinación de Saxum Holy Land Dialogues.
Según cuenta en un artículo en Catholic Education Resource Center, “una peregrinación ofrece prácticamente todos los medios posibles para que un protestante abrace el cristianismo”.
“Recé en Getsemaní y subí al Gólgota. Leí las Bienaventuranzas en mi Nuevo Testamento en griego contemplando el lago Tiberíades. Canté Adeste Fideles en compañía de otros creyentes en la gruta de Belén”, recuerda: “Pero, tras hacer todo eso, ¿qué me seguiría faltando si continuase siendo protestante?”
En primer lugar, el canon de la Misa. “Cuando era protestante, me resultaba difícil encontrar expresiones apropiadas para el culto. El lenguaje que utilizaba era casi siempre emocional o meramente humano, o le faltaba algún elemento esencial”. Sin embargo, el canon de la Misa “nos brinda una expresión maravillosa de las verdades esenciales de nuestra Fe, y de la naturaleza de nuestra comunión como cristianos, en el contexto de tributar a Dios el culto que le es debido. Esas oraciones expresan de modo muy adecuado lo que uno ve y aprecia en los lugares de Tierra Santa”.
En segundo lugar, la Eucaristía. Hace la siguiente reflexión. Una peregrinación “anula la distancia espacial”. La palabra que cuenta es hic (aquí, en latín): “Aquí el Verbo se hizo carne. Aquí nació el precursor del Señor. Aquí María puso al Niño Jesús en un pesebre. Al fin y al cabo, para eso hace uno una peregrinación a Tierra Santa”. Pero la Eucaristía, además, “anula la distancia temporal”: “Nuestro grupo”, explica, “celebró misa en la capilla del Cenáculo. En esa liturgia, no fue solo ‘aquí’ [hic] sino ‘ahora’ [nunc] cuando el pan se convirtió en su cuerpo y el vino se convirtió en su sangre”.
En tercer lugar, la sucesión apostólica. Pakaluk no se refiere a que los católicos vivan hoy, bajo Pedro y el resto de los apóstoles “según la forma de gobierno que Jesús quiso y estableció”. Se refiere más bien a que “la sucesión apostólica -con su magisterio consistente a lo largo del tiempo- y la Eucaristía son de ese tipo de continuidad que a Dios claramente le importa”. Precisamente en Tierra Santa uno descubre que donde hoy hay una iglesia construida en el siglo XX, los arqueólogos han descubierto restos de peregrinaciones del siglo I, un templo pagano romano construido encima, una basílica constantiniana edificada después sobre sus restos gracias a un milagro (como el descubrimiento por Elena de las reliquias de la Vera Cruz) y destruida por los mahometanos, un templo cruzado que luego destruiría Saladino, en su lugar una iglesia franciscana más tardía… Nada en los Lugares Santos ha sido inmune al paso de la historia, nada… “salvo dos cosas de las que Dios se ha ocupado a fondo para preservar a lo largo del tiempo: la sucesión apostólica en la continuidad del magisterio, y la celebración de la Eucaristía tal como fue instituida originalmente”.
En cuarto lugar, los milagros. Toda peregrinación a Tierra Santa incluye visitar el Mar de Galilea, donde el milagro de los panes y los peces, a la piscina de Siloé donde un ciego vio la luz, a Betesda donde un hombre paralítico desde hacía 38 años fue curado… “Recuerdo que, cuando era protestante, me desconcertaba que ya no hubiese milagros. Muchos creen que la ‘Era de los Milagros’ solo era necesaria al principio, para que el cristianismo se difundiese rápidamente (¿pero es que no necesita difundirse ahora?). Pero los católicos vivimos, nos movemos y existimos entre milagros. Todos conocemos historias de milagros entre nuestros amigos. Esperamos milagros. En toda canonización hay un Siloé y un Betesda. La Eucaristía es nuestro milagro diario”.
En quinto lugar, la Virgen María. “Cuando me convertí”, recuerda Michael, “lo hice a pesar de los dogmas marianos, no por ellos. Pero ahora veo que mi corazón estaba entonces tan empobrecido como mi fe. Un peregrino protestante podría preguntarse por qué los lugares referidos a María, como su hogar en Nazaret donde el ángel se le apareció, son tan antiguos como los que se refieren a Jesús y los Apóstoles. ¿Por qué los primeros cristianos sintieron que ella era tan esencial? La reflexión sobre la Palabra que se hace carne debería disipar ese asombro e iluminar la conexión entre María y la inserción de la Verdad en el espacio y en el tiempo”.
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Tras explicar estas cinco causas, Pakaluk concluye que si regresara a Tierra Santa de nuevo como un cristiano del tipo C.S. Lewis, “en un instante volvería a hacerme católico, por la gracia de Dios”.