El patriarca latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, ya oficialmente cardenal tras recibir el capelo de manos del Papa Francisco este sábado, celebró el domingo su primera misa como purpurado en la basílica de Santa María la Mayor de Roma.
Esa «púrpura» significa una «nueva llamada«, empezó diciendo en su homilía, una «invitación a una respuesta sincera y fiel a Aquel que llama, sin vacilación«. Y de esa respuesta «depende el cumplimiento del Reino entre nosotros y por la eternidad».
Más que un honor, «por legítimo que sea», ser cardenal «une (incardina) más estrechamente a la Iglesia de Roma y a su obispo», y por tanto es también una invitación a tener «la mirada desde arriba que el obispo de Roma tiene sobre la Iglesia universal», esto es, «la mirada de Pedro«.
Una mirada, en este caso, desde Tierra Santa, a donde el cardenal Pizzaballa llegó en 1999 al formar parte de la Custodia de Tierra Santa. Fue Custodio de 2004 a 2016, y en 2020 se convirtió en el décimo Patriarca Latino de Jerusalén después de su restablecimiento en 1847. Desde el pasado sábado es el primer patriarca “residente” que recibe la púrpura cardenalicia. Además de la imposición del birrete y la entrega del anillo, el Papa le asignó el Título San Onofre.
Arraigado en Tierra Santa
Pizzaballa estuvo acompañado por varios frailes de la Custodia, entre ellos su sucesor, el padre Francesco Patton.
Esta mirada de Pedro desde Tierra Santa que va a tener ahora el cardenal Pizzaballa parte de una «experiencia diaria» de sufrimientos y debilidades que «quienes viven en Jerusalén», dijo en la homilía, conocen bien: «En esa ciudad santa y fatigosa, donde Pedro inicio su ministerio como portavoz de la fe, cada día estamos tentados a rendirnos a la debilidad, a cansarnos de las mil vacilaciones de la política nacional e internacional, a dejar la última palabra a las negaciones y decepciones, de perseguir la solución fácil o de hacer juicios apresurados; sin embargo, todos los días no faltan pequeños signos de esperanza, nuevos desafíos de diálogo y reconciliación que relanzan el entusiasmo, alientan la confianza, renuevan la esperanza».
La mirada de Jesús
Exactamente igual que Pedro, quien era capaz de regenerarse así de sus propios miedos y vacilaciones porque su mirada había sido «educada por la mirada de Jesús», de «alguien que hablaba con autoridad de Dios y de los hombres, de la vida y de la muerte. Mirando a Cristo o, mejor, dejándose mirar por Él, Pedro habrá comprendido gradualmente que el Hijo de Dios, que vino en la carne, sigue los caminos de la entrega hasta la Cruz. Habrá comprendido que entregarse hasta el punto de perderse es el verdadero nombre del amor, de hecho, es la naturaleza misma de Dios».
«En tiempos de gran desorientación y confusión, la Iglesia está llamada a partir de nuevo de Cristo, Maestro y Señor», continuó el patriarca latino de Jerusalén: «Su Evangelio no es simplemente un código de ética o, peor aún, sólo una reserva de la que extraer una etiqueta religiosa y civil. El Evangelio de Cristo, el Evangelio que es Cristo, es la Palabra que promete vida, pero que pide ser acogida por una fe que se convierte en una opción de conversión y cambio social«.
La fe no es un sentimiento
En efecto, «en el tiempo de la dictadura del sentimiento, donde la autenticidad corre cada vez más el riesgo de rimar con la subjetividad y la verdad con lo que excita, la fe no puede reducirse a una sensación íntima, sino que debe volver a ser una elección convencida que oriente y cambie la vida y, por lo tanto, también convincente«.
Pizzaballa dedicó sus últimas palabras a pensar «en Jerusalén y en Tierra Santa, en mi diócesis, a la que en este momento extiendo mi afecto y gratitud por los numerosos testimonios de estima y cercanía recibidos en los últimos meses». Defendió que, frente a la tentación del camino «de la reivindicación, el conflicto, el interés partidista, incluso la violencia», los cristianos «debemos ser diferentes, porque estamos llamados a elegir cada día ser discípulos de Cristo, y desde hoy aún más, hasta el fin, hasta el final, usque ad sanguinis effusionem [hasta derramar la sangre]».
«Para nosotros, el otro no es un rival, es un hermano. Para nosotros, la identidad cristiana no es un baluarte que hay que defender, sino una casa hospitalaria y una puerta abierta al misterio de Dios y del hombre, donde todos son bienvenidos. Nosotros, con Cristo, somos para todos», concluyó.