El arzobispo Pierbattista Pizzaballa, patriarca latino de Jerusalén comenzó su homilía del Domingo de Resurrección en la ciudad santa con un elocuente: ¡Cristo ha resucitado, Aleluya!
“Hemos venido aquí una vez más al Sepulcro para anunciar con fuerza y alegría que Cristo ha resucitado, que la muerte ya no tiene poder sobre él y sobre cada uno de nosotros”, explicaba el arzobispo.
De este modo, indicó que “esto es lo que hoy, cada uno de nosotros está llamado a hacer: entrar en los lugares de la muerte, y quedarse allí, al borde de la tumba, para ver y creer que a pesar de que la muerte sigue asustando, en realidad ya no tiene poder”.
Así, el patriarca de Jerusalén señaló en su homilía que “somos personas llamadas para vivir en el umbral del sepulcro, como para mantener abierta una frontera, un pasaje, para vivir continuamente este movimiento de la muerte a la vida. Ver que los signos de la muerte siguen presentes, en nosotros y fuera de nosotros, pero creer en esta gran y absoluta novedad, de un ‘más fuerte’ que vino al mundo para derrotar a ese enemigo que el hombre, solo, no hubiera podido enfrentar”.
“Creo que la Pascua es esto y sobre todo esto: no cuerpos que volvemos a encontrar sino ojos que se abren. La Pascua es mirada más que descubrimiento, es una nueva forma de ver más que redescubrir las cosas del pasado, las cosas de siempre”, agregó.
Monseñor Pizzaballa recordaba que “en este último año en gran parte del mundo, hemos contado sobre todo contagios, enfermos, muertos y probablemente, somos un poco como María Magdalena: tentados a correr hacia atrás, a buscar los cuerpos que hemos perdido, las oportunidades perdidas, las vacaciones postergadas, la vida que parecía escaparnos. Todos soñamos con un regreso a la normalidad que, sin embargo, podría ser tanto como querer encontrar un cadáver, un mundo y una vida enferma, marcada por la muerte”.
Pero desde el propio Santo Sepulcro, el arzobispo afirmaba que en ese mismo lugar “resuena la misteriosa voz del Resucitado, que orienta nuestra búsqueda y reabre nuestros ojos, haciéndolos capaces de ver en el vacío. Y así, los que queremos redescubrir lo perdido, nos redescubrimos capaces de ver la gran novedad de la Pascua, si escuchamos esa Voz que nos habla de un futuro desconocido pero posible, que no nos envía atrás, sino al Padre y a los hermanos (cf. Mt 28,10), que nos empuja a ir adelante y no volver atrás”.
Por ello, insistió en que “este mundo, cansado, herido, agotado por la pandemia y por tantas situaciones de miedo, muerte y dolor; agotado por demasiadas búsquedas vanas y que encuentra cada vez menos lo que busca, necesita cada vez más una Iglesia con ojos abiertos, desde una mirada de Pascual que sabe ver las huellas de la Vida incluso entre los signos de la muerte. Aquí, junto con Cristo, una Iglesia llamada por el nombre del Señor puede y debe levantarse, apresurándose a proclamar con alegría que ha visto al Señor en los muchos rostros y en las muchas historias de belleza, bondad y santidad que han consolado y consuelan su camino”.
“Cristo no es un cadáver: Su Palabra no es letra muerta, Su reino no es un sueño roto, Su mandamiento no está desactualizado: Él es la vida, nuestra vida, la vida de la Iglesia y del mundo. Él es la verdad, nuestra verdad, la verdad de la Iglesia muchas veces rechazada por los poderosos, y sin embargo piedra angular de cualquier construcción que quiera desafiar las tormentas. Él es el camino, nuestro camino, el camino de la Iglesia, que ciertamente pasa por el Calvario, pero llega infaliblemente a la plenitud de la alegría”, añadía el patriarca latino de Jerusalén.
Además, recordó en su homilía que “debemos tener el valor de ser discípulos de lo imposible, capaces de ver el mundo con una mirada redimida por el encuentro con el Resucitado, y creer con la fe sólida de quien ha experimentado el encuentro con la Vida. Nada es imposible para quien tiene fe”.