En Occidente, tatuarse era hasta hace muy poco algo propio de grupos marginales, pero en Tierra Santa existió siempre esa costumbre y hoy muchos peregrinos vuelven con una marca en su piel que da testimonio de su fe. Thierry Oberlé ha escrito sobre ello en Le Figaro:
Tatuarse en Jerusalén, para conservar a Cristo en la piel
Grégoire, de 29 años, se ha hecho tatuar en su antebrazo derecho el monograma del nombre de Cristo, «IHS»: estas tres letras procedentes del griego delimitan en su piel una cruz de Jerusalén, emblema de los cristianos de Oriente y símbolo de la Custodia franciscana de Tierra Santa, guardiana de los lugares santos. Grégoire es seminarista y dice que «tiene a Jesús en su piel». Este futuro sacerdote, que estará dos años en Jerusalén, recibe su formación detrás de los muros de la escuela bíblica en el convento de los dominicos, cerca de la puerta de Damasco. También se dedica, en la parte oeste de la ciudad, a la atención pastoral de la comunidad católica de la parroquia judía, proporcionando apoyo escolar a niños hijos de inmigrantes filipinos, etíopes y eritreos.
«Tatuarse es marcarse a hierro candente y significa: ‘Señor, soy tu esclavo, te pertenezco’. Y esto quiere decir: ‘Acepto libremente ser siervo de Dios, en plena confianza’. Le entrego mi vida», explica Grégoire mientas saborea un café solo en una terraza, bajo el sol matinal, en medio de los turistas que entran en la Ciudad Vieja. «Damos un paso cuando nos tatuamos, dice. Es un gesto que es todo menos anodino. Es una experiencia fuerte de fe, como un segundo bautismo. No voy a esconder estos signos y los voy a conservar toda mi vida. He elegido símbolos cristianos antiguos porque quería modelos intemporales, pero también estéticos, porque la belleza lleva a la oración».
Originario de la región parisina, ostenta el hábito clerical con alzacuellos y parece cómodo con sus deportivas blancas. Dios le «cayó encima» en un momento en que no se lo esperaba. Fue durante la visita a una iglesia. «Descubrí la fe, decidí ser sacerdote. Mi perfil es bastante atípico. Me defino como ‘tradismático’. Soy un católico tradicionalista y carismático a la vez«, asegura.
Tradición de las cruzadas
En Jerusalén, este seminarista tatuado está lejos de ser un caso aislado. Ha sucumbido como numerosos jóvenes, o peregrinos menos jóvenes, o residentes occidentales, a la moda del tatuaje cristiano. «La mayor parte de los voluntarios que vienen y se ponen a disposición de los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, se van con un tatuaje, recuerdo de su estancia. ¡Casi todos lo hacen!», cuenta Grégoire. El fenómeno quiere ser amablemente transgresor en un ambiente social y cultural en el que esta práctica es a menudo considerada inapropiada, de mal gusto o está asociada a la delincuencia. «Mi padre nunca me ha hecho reflexiones al respecto, a pesar de no gustarle los tatuajes. Respecto a los dominicos, al principio pensaban que la moda se pasaría, pero han acabado acostumbrándose», sonríe.
Los nuevos tatuados cristianos retoman, por un curioso giro de la historia, una tradición muy antigua procedente de las cruzadas. Durante casi quinientos años, los caballeros, y también los peregrinos, se hicieron tatuajes para llevar con ellos la marca indeleble de su paso por Tierra Santa. «El camino de vuelto a la ‘cristianidad’ era largo, sembrado de emboscadas y peligros. Al tatuarse, los viajeros se aseguraban de llevar con ellos un recuerdo de Jerusalén, incluso si eran asaltados durante su periplo por otomanos o bandidos», nos cuenta Marie-Armelle Beaulieu, redactora jefe de Terre Sainte, la revista de la Custodia.
En esa época, se hacían marcar sobre el hombro la cruz de Jerusalén que figura en el escudo de armas de Godofredo de Bouillon, icono de la primera cruzada; en el brazo, un Cristo resucitado o, en el torso, el Santo Sepulcro, el supuesto lugar de la crucifixión y de la tumba de Jesús, con la fecha de la estancia. Algunos añadían una representación de la Virgen con el Niño, en una clara competición. Como el teólogo sueco Michael Eneman, que se hizo tatuar a los doce apóstoles en el cuerpo, reservando una de las nalgas para Judas.
Los tatuadores eran cristianos latinos de Belén. Utilizaban el polvo molido del carbón para marcar la piel con una aguja mojada con tinta azul y bilis de buey. La operación era dolorosa y las condiciones higiénicas dudosas. Se podía perder un miembro. «Eran la fe popular y la devoción las que, parece ser, llevaron a los cristianos a tatuarse. Algunos historiadores estiman que se puede ver, en esto, un deseo de identificación con los sufrimientos de Cristo. La marca de Jerusalén permanece en la piel del peregrino como las llagas de la Pasión en el cuerpo de Jesús», analiza Marie-Armelle Beaulieu, que ha estudiado durante tiempo este tema.
La práctica es tolerada, aunque esté prohibida por la Biblia. «La cuestión de la prohibición es discutible, porque el tatuaje tal como lo conocemos ahora no existía en los tiempos del Antiguo Testamento», estima la experta: «Para San Agustín, el sello del bautismo es una marca invisible e indeleble que hace que sea inútil cualquier otra forma de marca corporal; pero en el Cantar de los Cantares podemos leer: ‘Grábame como sello en tu corazón, grábame como sello en tu brazo’ (8, 6)».
Con la bendición del Papa
Rutas más seguras y el desarrollo de la artesanía provocaron, a partir de 1850, el declive y la posterior desaparición del tatuaje de Jerusalén en los cristianos latinos. Al mismo tiempo, marcarse la piel pasó a ser, en Europa, algo de uso exclusivo de los delincuentes, los presos y las prostitutas. En resumen, de los marginados. En estos últimos años, sin embargo, esta práctica ha vuelto entre los peregrinos siguiendo los pasos de su popularidad en la sociedad occidental. En Roma, el Soberano Pontífice le ha dado su bendición. Hace dos años, el Papa Francisco escribió el prólogo a Cristo dentro, un libro de fotografías de tatuajes de prisioneros italianos que testimoniaban su fe marcándose la piel.
En la Ciudad Vieja, los adeptos tienen su templo, Razzouk Tatoo, una tienda elegante en una callejuela del laberinto del barrio cristiano, a pocos pasos del Santo Sepulcro. En la familia Razzouk, el oficio se transmite de padre a hijo. Yacoub fue el primer hombre en este campo que utilizó una máquina para tatuar eléctrica y colores. «Mi abuelo tatuó en 1936 al emperador Haile Selassie I, ortodoxo de confesión y, según la leyenda, descendiente del rey Salomón y la reina de Saba. Tenemos dibujos de tatuajes esculpidos en trozos de madera de olivo que datan del siglo XVII», cuenta Wassim, dueño del salón de tatuajes.
Yacoub también fabricaba ataúdes para llegar a fin de mes. Tuvo que hacer las maletas en 1948, durante la primera guerra árabe-israelí; posteriormente retomó su oficio. Anton le ha enseñado el oficio a su hijo Wassim, que empezó a practicar utilizando testículos de cordero. «Me siento orgulloso de tener a mi familia como punto de referencia para demostrar a la gente que no sólo Palestina está viva, sino que también tenemos una cultura dinámica«, explica Wassim. Con sus largos cabellos y su espesa barba, este coleccionista de Harley Davidson ve entrar en su pequeña tienda a visitantes de todo el mundo: americanos, europeos, cristianos de Oriente.
Un signo de reconocimiento
Durante la Pascua ortodoxa está siempre lleno. La afluencia es tal que Wassim emplea a más personal y abre un anexo en un monasterio cercano para poder responder a la demanda. A diferencia de los latinos, los cristianos de Oriente nunca han dejado de tatuarse. Para ellos, es un signo de reconocimiento comunitario y de afirmación de su identidad. «Soy el custodio de una práctica secular para un población religiosamente minoritaria en la región», dice Wassim.
«El tatuaje permite a los cristianos árabes distinguirse en una sociedad que los margina religiosa y políticamente, tanto por parte palestina como por parte israelí», confirma el padre austriaco Markus Bugnyar. Este sacerdote secular dirige el hospicio austriaco de la Santa Familia, una residencia hotelera instalada en un palacio en la via Dolorosa, el camino que recorrió Jesús antes de ser crucificado. También el padre Markus, de 43 años, lleva tatuajes: un gran pelícano en el torso, justo debajo del hombro, y un discreto Cristo resucitado en el brazo.
«El pelícano está asociado a Jesús porque nutre a sus hijos de un líquido regurgitado. Evoca la eucaristía. El Cristo resucitado es el símbolo del sacrificio y la esperanza de la resurrección. Este motivo adorna la tumba del Santo Sepulcro. La idea es expresar mi fe grabándola en mi cuerpo, e identificarme con el mensaje de los Evangelio, nos dice. Estos tatuajes son el fruto de un camino íntimo y personal, de un recorrido lento. El primero ya lo tenía antes de venir en 2004 a Jerusalén. El segundo me une a la ciudad santa. En Europa es raro cruzarse con un sacerdote tatuado. Los tatuajes suelen comprenderse mal, o son percibidos como un deseo de provocar. Aquí, en cambio, es algo natural».
Traducido por Elena Faccia Serrano.