Peregrinar a Tierra Santa siempre ha sido un gran anhelo para los grandes santos de la Iglesia Católica. San Francisco de Asís, San Charles de Foucauld o el propio San Ignacio de Loyola han sido solo algunos de los que no descansaron hasta poder conocer en persona los lugares protagonistas de la vida de Jesús.
Precisamente, el fundador de los jesuitas, San Ignacio, junto con algunos compañeros más, desembarcó el 1 de septiembre de 1523, hace ahora 500 años, en el puerto de Jaffa (Israel). El español, que tenía 32 años por ese entonces, quería «recorrer los mismos caminos que Jesús recorrió, ver los mismos lugares que vio, tocar donde se cumplió nuestra salvación, para acercarse cada vez más a él». Josef Mario Briffa en la web de los jesuitas relata este apasionante viaje.
Orando en el Santo Sepulcro
Para Ignacio, el significado de Tierra Santa estaba muy ligado al misterio de la Encarnación. Sin embargo, la peste y las circunstancias locales de la época no le permitieron visitar Nazaret y los lugares santos de Galilea. Pero sí pudo conocer Belén y la iglesia de la Natividad, e incluso pasó allí la noche orando junto a sus compañeros.
Precisamente, años después, al ser ordenado sacerdote, Ignacio deseaba volver a Tierra Santa y celebrar su primera misa en Belén. Pasado un año, como veía que no podría realizar de nuevo la peregrinación, Ignacio decidió celebrar misa en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, en el altar que albergaba la reliquia del pesebre de Belén.
La peregrinación de Ignacio y compañeros no se limitó a Jerusalén y Belén. Visitaron el Monte de los Olivos, y Betania, vinculada a la vida de Lázaro y a sus hermanas Marta y María. Ignacio y sus compañeros bajaron también al río Jordán, probablemente a la zona de Kasr al Yahud, para conmemorar el bautismo de Jesús y el comienzo de su ministerio.
Querían visitar el Monte de las Tentaciones pero sus guías se lo impidieron. Fue de camino a Jericó cuando es probable que vieran la posada del Buen Samaritano, así como el Deir el Qelt (San Jorge de Koziba), un monasterio, entonces en ruinas, vinculado a la memoria de San Joaquín y Santa Ana, donde Joaquín recibió la anunciación del nacimiento de la Virgen.
Lo curioso es que Ignacio no cuenta nada de esta peregrinación, pero sí habla de los muchos consuelos que recibió aquellos días. Es cierto que algunas rutas de Tierra Santa han cambiado a lo largo de los siglos, a medida que los lugares se desplazaban y se adaptaban a nuevas concepciones, devociones y circunstancias prácticas.
La Vía Dolorosa, por ejemplo, tal como la conocemos hoy, aún no se había desarrollado. En su lugar, los peregrinos seguían un «Circuito Santo», que partía del Santo Sepulcro y recordaba muchos lugares y escenas familiares. La V estación, que recuerda ahora cuando Simón de Cirene ayudó a Jesús a llevar la cruz, en tiempos de Ignacio, marcaba la casa de Simón el Fariseo, donde Jesús se hizo lavar los pies por una mujer.
San Ignacio recorrió los lugares que conmemoran todos estos acontecimientos, comenzando por la Última Cena y el lavatorio de los pies en el Cenáculo, para descender después hasta Getsemaní, donde Jesús oró y fue arrestado. Por entonces, el Cenáculo formaba parte del convento franciscano, situación que cambiaría años después.
Con los otomanos al mando, los franciscanos fueron expulsados de su convento, y algunos incluso tuvieron que estar en prisión. Es probable que el propio Ignacio, que viajó como clérigo de Pamplona, se alojara allí. Los peregrinos solían visitar estos lugares principalmente en el marco de procesiones y devociones. Una procesión diaria, no muy diferente de aquella a la que Ignacio habría asistido, es aún hoy recorrida por los frailes franciscanos.
Ignacio y los peregrinos solían pasar también la noche en vigilia dentro del Santo Sepulcro. La piedra de la unción y la tumba del Señor ya eran venerados en tiempos de Ignacio, pero ahora tienen un aspecto muy distinto al de entonces, fruto de reconstrucciones y renovaciones adaptadas a distintos gustos.
Sospechas de fuga
El aprecio de Ignacio por Tierra Santa era tan grande que había deseado quedarse en Jerusalén, tanto por su devoción personal como para ayudar a las almas. Sin embargo, la Divina Providencia le llevó a otro lugar. El 22 de septiembre de 1523, el superior franciscano le comunicó que le era imposible quedarse, y le ordenó volver a Europa. El sueño de Ignacio se hizo añicos, pero se sometió a la autoridad eclesiástica.
Ignacio empezó a aprender cómo la voluntad de Dios no es una cuestión solo de discernimiento personal, sino que la obediencia a la autoridad tiene un papel importante. Como él mismo narra, Ignacio dejó el grupo y volvió al lugar de la Ascensión hasta en dos ocasiones, para ver hacia dónde apuntaban los pies de Jesús. Intentaba comprender hacia dónde dirigirse después, qué dirección debía tomar su vida.
Una vez descubierta su ausencia, los franciscanos, preocupados, enviaron a buscarlo e hicieron que lo escoltaran de vuelta al convento para asegurarse de que no volviera a fugarse. Al día siguiente, los peregrinos partieron de Jerusalén hacia Jaffa, y luego de vuelta a Europa.
El sueño de Ignacio de volver a Jerusalén seguía vivo. Incluso cuando los primeros compañeros hicieron los votos en Montmartre (Francia), su primer plan era volver a Jerusalén y a Tierra Santa. Ir a Roma, y ponerse a disposición del Papa, era su plan B. Ignacio, sin embargo, nunca regresaría a Tierra Santa.
Las circunstancias del momento no lo hacían posible, y una vez que esto quedó claro, los compañeros se fueron a Roma, para cumplir la segunda opción de sus votos, y tras deliberar sobre su futuro, fundar la Compañía de Jesús.