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La Misión: el detallado juego de tablero de los 1.000 primeros años del cristianismo

Quien visita Tierra Santa, Nazaret, Jerusalén y el Santo Sepulcro, pronto se da cuenta de la diversidad de clérigos cristianos que encuentra: los franciscanos con sus hábitos marrones, los armenios de capucha negra puntiaguda, las capuchas con cruces de los asirios, los monjes etíopes en sus celdas pobres y escondidas en el techo de la capilla de Santa Helena, los griegos de gorro redondo en la capilla griega ante el edículo… Al peregrino de a pie le es difícil saber quién es quién y entender cómo surgió esta diversidad y sus separaciones.

Ahora será mucho más fácil aclararse porque se ha traducido al español La Misión, un detallado juego de tablero que permite hacerse una idea de los primeros mil años de expansión -y división- del cristianismo. Es un juego de un solo jugador: juegas contra el tablero, o contra la historia, el sistema o la mala suerte con los dados. Juegas para hacerlo mejor que la Iglesia histórica. Es posible tener un amigo al lado para tomar decisiones juntos y comentar los resultados, pero no permite dos jugadores estrictamente hablando.

Un juego con el que aprendes historia

El juego tiene 27 turnos, que se pueden jugar en unas 12 horas o menos. También se pueden jugar sólo los 7 turnos finales, sobre la expansión del Islam, en unas 3 horas.

El mecanismo básico es sencillo de entender, pero el juego en sí es de complejidad media, porque incluye muchas reglas distintas que aparecen a medida que se suceden las distintas épocas: la predicación de los apóstoles, la creación de comunidades con obispos, la época pagana del Imperio Romano (con persecuciones intermitentes), la Roma cristianizada (con posibilidad de emperador hereje que ‘congela’ a tu clero), los cismas que dan origen a distintas iglesias separadas, la llegada de invasiones bárbaras, la violenta expansión del Islam que reducirá al mínimo lo que quede del Imperio y tres turnos finales para dar tiempo a salvar lo que se pueda antes de hacer el recuento de puntos final.

El juego premia el esfuerzo evangelizador y castiga la pereza en ese sentido: cada territorio sin explorar, quita puntos; cada Biblia sin traducir, quita muchos puntos (está la Biblia griega, la latina, la armenia, la siríaca y la copta; el libro de reglas explica un párrafo sobre cada idioma).

Cada grupo herético que siga en el mapa al final, aunque esté en lugares remotos y paganos, quita muchos puntos. Si el Imperio Persa ha sobrevivido a bárbaros y musulmanes, ganas puntos porque los persas eran tolerantes con el cristianismo.

El autor del juego, Ben Madison, episcopaliano, no ha querido castigar demasiado que la Iglesia, el cuerpo de Cristo, esté rota en cismas: debilita su capacidad de maniobra (menos puntos de acción) pero no quita puntos de victoria. Un autor católico quizá lo hubiera castigado con más dureza: la unidad se ve de distinta forma. (El autor, diseñador de juegos veterano, detalla que ha consultado con asesores de varias tradiciones cristianas, y alguno que no es cristiano).

Algunos toques de humor, pero respetuoso con el tema

Al explorar el mundo, los obispos misioneros encuentran grupos de pobres, judíos, eruditos, ascetas… algunos son más fáciles de convertir que otros. Las ciudades que cuentan con cultos a Isis son lugares interesados en religiones exóticas y amables con las mujeres, es decir, allí el cristianismo tiene un público potencial. Como paradoja o guiño divertido del diseñador, si un obispo explorador encuentra una ficha de «mujeres», da un salto hacia atrás «desconcertado». Necesitará  volver, centrarse y dedicar más tiempo y recursos para evangelizar ahí.

El mapa es toda una declaración de intenciones: en el centro está Jerusalén, intocable. De allí salen los apóstoles y empieza la exploración del mundo. A partir del turno 21, de allí saldrán las invasiones musulmanas (al azar). Hay seis rutas, en las que nacerán 6 tradiciones cristianas:

– la romana, en Europa Occidental, amenazada por bárbaros del norte
– la griega, de Constantinopla a Ucrania; amenazada por bárbaros búlgaros
– la armenia, que pasa por Georgia y más allá del Cáucaso, amenazada por jázaros
– la siríaca, que pasa por Persia, la India y puede llegar hasta Mongolia, amenazada por bárbaros turcos
– la egipcia o copta, que llega hasta Nubia y Etiopía, amenazado por bárbaros del desierto
– la norteafricana, amenazada por vándalos

El diseñador es un estudioso (y en parte fan) de los donatistas. Fue un cisma de puristas intransigentes en el norte de África al que se opuso San Agustín. Madison piensa que podrían haber dado origen a una iglesia de lengua latina pero tradición propia distinta de la romana.

¿Qué quedaría sin Roma?, planteó Tolkien

Es curioso que este pasado Viernes Santo, el predicador papal, Raniero Cantalamessa, citara ante el Papa y los cardenales la carta 250 de JRR Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos, hombre que no carecía de cultura, imaginación ni fe. En esa misma carta de 1963 Tolkien se pregunta qué habría sido de la Iglesia universal sin la Iglesia de Roma. Tolkien, huérfano de adolescente, tuvo por tutor al padre Francis Morgan, discípulo de San John Henry Newman, antiguo clérigo anglicano que se hizo católico precisamente estudiando el cristianismo antiguo en sus distintas variantes.

También el diseñador del juego explica -en las notas de diseñador- que visitando Santa Sofía en Estambul, tomó conciencia de que cristianos de muchas tradiciones existieron y mantuvieron su fe en circunstancias muy duras, siglos antes de que naciera su denominación particular norteamericana, que en ese momento era un grupo sectario (dice él) que consideraba que las iglesias históricas no era verdaderas iglesias.

La pregunta de Tolkien (qué habría sido de la Iglesia universal sin la de Roma) se puede explorar en este juego.

Puede suceder que Europa Occidental se la repartan entre musulmanes y bárbaros arrianos (un «Impío Imperio Arriano» -con fichita y todo- en vez de un Sacro Imperio Germánico) y que el cristianismo latino se reduzca a un Papa en Roma y poco más, como hoy sucede con el Patriarca de Constantinopla bajo gobierno turco.

También puede ser que los bárbaros de las estepas destrocen al Imperio romano de Oriente, devolviendo al paganismo a toda Europa Oriental y Anatolia, excepto una o dos regiones.

Pero también puede suceder que en el sur del Nilo surja con gran fuerza el reino cristiano de Nubia en Makuria (a veces ayudado o molestado por el reino etíope cristiano de Aksum) y que consiga plantar cara al Islam. Históricamente, le pagó un tributo en esclavos hasta el siglo XIV, el llamado Bakt, un tratado que duró 7 siglos, hasta que los musulmanes se cansaron. El juego lo recoge.

Puede que los turcos arrasen la India, se conviertan en musulmanes selyúcidas y destruyan Persia. El cristianismo asirio y nestoriano quedará reducido al mínimo. Pero puede que los misioneros nestorianos lleguen a Mongolia, conviertan a las poblaciones de Asia Central, soporten con paciencia años de ocupación turca y en cierto momento los turcos se hagan cristianos: ¡hemos cambiado la historia, Asia sirve a Cristo desde Irak hasta Mongolia! Incluso si los turcos se hacen maniqueos, nos ahorraremos la creación de los selyúcidas y las cruzadas.

A veces, contar con teólogos geniales ayuda, pero hay que decidir dónde trabajarán: ¿Cirilo y Metodio irán a los búlgaros o a los bárbaros de Occidente?

Reparar cismas es largo y complicado

El jugador tiene algunos ejércitos romanos para intentar defender a sus comunidades cristianas, pero tienden a desaparecer con el tiempo. Convertir hordas bárbaras y reyezuelos es posible, pero caro y complicado. Y cada Concilio es para echarse a temblar: hay peligro de que se rompa la Iglesia, como cuando el de Calcedonia, en el 451, causó que siríacos, armenios y coptos considerasen que todo Occidente era herético y se separaran de la Iglesia Universal.

En el juego, puedes intentar reparar esa ruptura por la vía de la represión militar romana (pero Persia, el Alto Nilo, el Cáucaso están más allá del Imperio). Pero queda feo y se castiga con puntos de «Edad Oscura».

Otra forma de reparar el cisma es crear «melquitas», es decir, comunidades de tradición copta, siríaca o armenia pero que quieren estar unidas a Roma-Constantinopla. En el juego es un trabajo lento y caro. En la vida real también, y requiere apreciar la diversidad de ritos y tradiciones: ahí tenemos el 10% de ucranianos grecocatólicos o el 5% de libaneses que son melquitas con su 20% de vecinos maronitas…

Uno de los grandes aciertos del juego es lograr representar las distintas épocas, y también las fases en las que se pierde la fe en un país. El Islam o los bárbaros no quitan la fe de una ciudad de golpe: si la gran Iglesia se esfuerza, la fe se mantendrá. Pero si no hay una reacción firme, a medio plazo esas comunidades desaparecerán.

Jerusalén en el centro, y la fe en el corazón

Todo sucede con Jerusalén en el centro, porque todo empezó en Jerusalén y toda curación y trabajo por la unidad va a tener que pasar por Jerusalén. El juego reconoce que el devenir militar y político tiene su importancia, pero la fe es capaz de transformar la historia y las sociedades y dar giros asombrosos. La creación de hospitales, monasterios y universidades pueden mantener la fe de muchos. Bárbaros y musulmanes pueden arrasar imperios, pero la fe puede seguir encontrando lugares para crecer. Al fin y al cabo, habita en el corazón de los hombres.

El diseño del juego es profesional, y también su edición en español, de gran calidad. Su jugabilidad y rejugabilidad es grande; Ben Madison es un diseñador profesional y sabe lo que gusta a los wargamers solitarios (básicamente, poner fichitas de tu color y gritar cuando hordas bárbaras las amenazan o el Imperio Romano se hunde).

Después de jugar a este juego, visitar Jerusalén parecerá ir a una convención de wargamers donde los cosplayers (la gente amiga de disfrazarse de épocas o personajes) son clérigos de verdad. Y detrás, una gran historia real.

El juego se puede adquirir en tiendas de juegos de tablero, wargames y en su editor en español, HQWargames (web aquí).

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