Sin peregrinos, pero con abundancia de cristianos locales, se celebraron en Jerusalén los tradicionales ritos litúrgicos de Jueves Santo y Viernes Santo, con la presencia del Patriarca Latino de Jerusalén, Pierbattista Pizzaballa, y del Custodio de Tierra Santa, fray Francesco Patton.
Jueves Santo
La Iglesia de Jerusalén entró en el Triduo Pascual con la Misa en Coena Domini y la Misa Crismal en el Santo Sepulcro.
Según lo previsto en la liturgia del día en el Santo Sepulcro, presidida por monseñor Pierbattista Pizzaballa, Patriarca Latino de Jerusalén, se bendijeron los óleos sagrados para los enfermos, catecúmenos y sacerdotes.
Durante esta celebración, además, todos los años los sacerdotes renuevan sus promesas sacerdotales, una renovación que no se realiza en privado, sino públicamente. Esto, según afirmó el Patriarca en su homilía, es una “invitación al pueblo de Dios a rezar por el obispo y por los sacerdotes”, que con frecuencia creen “que son los salvadores y se olvidan de ser salvados”.
Durante la liturgia de la misa de la Cena del Señor se proclama el Evangelio del lavatorio de pies de Jesús a los apóstoles. “Esta acción de Jesús es el verdadero significado de lo que es la Eucaristía, es decir, el sacramento del servicio amoroso, en obediencia al Padre, hasta la muerte en la cruz –dijo monseñor Pizzaballa–. También nosotros, a veces, como los discípulos y como Pedro, parece que rechazamos la gracia de Dios, no aceptamos dejarnos lavar los pies por Jesús. Pero de algo podemos estar seguros: Jesús sigue arriesgándose al elegirnos, precisamente a los hombres pecadores, a veces impermeables a la gracia que fluye entre nuestras manos”.
El gesto simbólico del lavatorio de los pies se repitió también este Jueves Santo, cuando el Patriarca Latino monseñor Pierbattista Pizzaballa lavó los pies a seis seminaristas del Patriarcado Latino de Jerusalén y a seis frailes franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. El canto del Tantum Ergo acompañó luego la solemne procesión eucarística que dio tres vueltas alrededor del Edículo del Santo Sepulcro, al final de la celebración.
El episodio evangélico de la última cena y del lavatorio de los pies se sitúa tradicionalmente en la sala del Cenáculo, en el Monte Sion en Jerusalén. Por eso los franciscanos acuden allí la tarde del Jueves Santo.
Según el Custodio de Tierra Santa, fray Francesco Patton, el sentido de este día se podría resumir en la frase con la que el evangelista Juan introduce la narración del lavatorio: “Personalmente, la traduciría: Jesús, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó llevando el amor a su término” […]. La hora de la Pasión de Jesús es la hora en que Jesús lleva a término el amor que da el Espíritu: este es el motivo por el que el Verbo se hizo carne”. Pero, ¿qué significa llevar a término el amor? Fray Francesco Patton explicó: “En el Cenáculo, Jesús nos lo enseña a través de sus gestos y sus palabras: en la cruz nos lo mostrará con su manera única de morir; dándonos una madre, dando su vida hasta la última gota de agua y sangre. En el Cenáculo, Jesús nos lo enseña poniendo en nuestras manos su cuerpo y su sangre”.
El padre Custodio reflexionó también sobre el gesto del lavatorio de los pies y sobre el don de la Eucaristía: “Si el mandamiento del amor de Jesús fuera solo un imperativo moral, nos resultaría imposible. En realidad, en el Cenáculo Jesús nos hace entender por qué este amor tan pleno es posible incluso para personas frágiles como nosotros. En el Cenáculo nos entrega su cuerpo y su sangre para poder seguir vivo en nosotros y hacernos también capaces de amar hasta hacer de nuestra vida un don”.
Desde el Cenáculo, los franciscanos se trasladaron a la iglesia de Santiago de los armenios y a la iglesia de los Santos Arcángeles, donde los frailes fueron acogidos durante siete años, tras ser expulsados en 1551 del convento del Cenáculo, en el que vivían.
“Este es un lugar muy importante, es un lugar de gratitud hacia la comunidad y la Iglesia armenia”, dijo fray Francesco Patton antes de encaminarse a la iglesia sirio-ortodoxa de San Marcos. La iglesia, conocida por haber sido construida sobre la casa de María, madre del evangelista Marcos, es el lugar de la última cena de Jesucristo para la tradición siria.
Finalmente, la tarde del Jueves Santo, se celebra en Jerusalén la oración de la Hora Santa de Jesús en Getsemaní. Durante la liturgia, presidida por el Custodio de Tierra Santa, se medita sobre tres momentos: la predicción de Cristo de la negación de Pedro y la huida de los discípulos, la agonía de Cristo en el huerto y finalmente su arresto.
La reflexión y la oración fueron también el centro de la procesión que, una vez terminada la celebración, partió de Getsemaní para llegar a la iglesia de San Pedro en Gallicantu, en la que se recuerda el arresto de Jesús y la traición de Pedro.
Tras los cantos a lo largo del camino, en la meditación sobre la negación de Jesús que continúa cada día, el silencio envolvió a la multitud y los jardines de San Pedro en Gallicantu.
Viernes Santo
La Iglesia de Jerusalén celebra y contempla el misterio de la Pasión en el lugar donde todo sucedió, el Calvario.
Las celebraciones de este día son tres: la conmemoración de la Pasión en el Calvario y el Vía Crucis, por la mañana, y la recreación de la Pasión en la procesión funeraria, por la tarde.
La celebración matutina, que en el resto del mundo tiene lugar por la tarde, fue presidida por Su beatitud Pierbattista Pizzaballa, Patriarca Latino de Jerusalén. Se dividió, a su vez, en tres momentos: la liturgia de la Palabra, la adoración de la Cruz y la comunión eucarística.
Las lecturas anticipan el canto del pasaje de la Pasión según Juan (Jn 18,1 – 19,42), alternando entre los cantores franciscanos y el coro de la Custodia de Tierra Santa. El silencio, ya ensordecedor, se hizo más intenso en el momento en que uno de los cantores franciscanos cantó el verso de la muerte de Jesús ante el altar griego, situado sobre la roca del Calvario. Fieles y religiosos, de rodillas, acompañaron este momento con devoción.
La adoración de la cruz, que se remonta a una tradición del siglo IV, sigue a la liturgia de la Palabra y es otra parte central de la celebración. Antiguamente, de hecho, la adoración solía durar de tres a cuatro horas, lo que permitía al pueblo rezar ante la reliquia de la Santa Cruz expuesta y escuchar los textos evangélicos que se refieren a la Pasión de Nuestro Señor.
Al final de esta segunda parte, los religiosos se trasladaron en procesión hasta la Anástasis para entrar en la tumba – convertida en Tabernáculo el Jueves Santo – para recoger los copones donde estaban las hostias consagradas para distribuirlas a los fieles asistentes. Después de la comunión y la bendición, en silencio, todos se dirigieron a la capilla franciscana en la que se exponía la reliquia de la cruz para una breve adoración antes del cierre del Sepulcro.
Aproximadamente una hora después del final de la celebración en el Santo Sepulcro, los frailes franciscanos se reunieron para la práctica tradicional del Vía Crucis, dirigidos por el padre Custodio de Tierra Santa, fray Francesco Patton. El Via Crucis jerosolimitano recuerda los últimos momentos de la vida de Jesús, desde la Vía Dolorosa hasta el Santo Sepulcro, a través de las estaciones repartidas por la ciudad vieja.
Un grupo de fieles y religiosos pasó rápidamente entre las tiendas situadas en las estrechas calles del mercado árabe, partiendo como de costumbre del convento franciscano de la Flagelación para después subir al Calvario y finalmente trasladarse a la Anástasis, frente al Edículo del Santo Sepulcro, donde termina el recorrido de la devoción piadosa. Como cada viernes, el Vía Crucis se rezó en cuatro idiomas, para facilitar la participación de los fieles y, como es tradición el Viernes Santo, empezó en árabe para los fieles de la parroquia de San Salvador.
La tarde se dedicó a la tradicional Procesión Funeraria, presidida nuevamente por fray Francesco Patton. Se trata de una antigua tradición que se remonta a las representaciones medievales llamadas “Misterios”, inspiradas en la Pasión de Cristo. La representación está estrechamente ligada al franciscanismo, no solo en Tierra Santa sino en el mundo: de hecho, es una modalidad nacida en los orígenes del movimiento franciscano que los religiosos usaban para hablar al corazón del pueblo de Dios y contarles visualmente lo que la teología hacía complejo.
Esta representación escénica tiene la función de permitir conmemorar la Pasión, muerte y resurrección en los lugares donde todo sucedió. Destaca dos cosas: por un lado, permite hacer visible que Cristo conoció realmente la muerte de la carne, venciéndola; por otro, demuestra que la muerte es necesaria para que se produzca la Resurrección.
Con información de Beatrice Guarrera y fotos de Nadim Asfour (Custodia de Tierra Santa).