El cardenal Pierbattista Pizzaballa, Patriarca de Jerusalén de los Latinos, ordenó recientemente abrir la Causa de Beatificación y Canonización de la Sierva de Dios María de la Trinidad (en el siglo: Luisa Jaques) monja profesa de la Orden de Santa Clara.
El 25 de junio de 1942 moría en Jerusalén a la edad de 41 años a causa de unas fiebres provocadas por la tisis. Nacida en Sudáfrica en el seno de una familia de misioneros protestantes y criada en Suiza, la Sierva de Dios abrazó la fe católica tras un largo camino de conversión.
Desgracias y desengaños
A los 25 años, en plena juventud, experimentó una profunda crisis existencial y de fe. Atraída por el misterio de la Eucaristía, recibió el bautismo en la Iglesia católica el 19 de marzo de 1928. Tras innumerables tentativas vocacionales, a los 37 años entró al monasterio de las Clarisas de Jerusalén.
Sor María de la Trinidad vivió su vida de consagrada en el Monasterio de las Clarisas de Jerusalén, el mismo donde 40 años antes también el beato Charles de Foucauld pasó varios meses en oración, como ermitaño, en el jardín.
Su figura y sus escritos siguen difundiéndose en todo el mundo. La obra por la que es conocida, Coloquio interior (Ediciones Tierra Santa), ha llegado ya a su décima edición.
Última de cuatro hijos, se quedó huérfana al nacer; su madre murió al parirla. La gran tristeza por la muerte de la madre oscureció la alegría en los primeros momentos cruciales de su vida. La cuna está demasiado cerca del ataúd y, con el paso de los años, sus hermanos atribuyen su propia venida al mundo como una culpa.
Posteriormente, las numerosas desilusiones en su trabajo, un desengaño amoroso y la gran soledad por la lejanía de su familia, la conducen a los 25 años a no comprender más el sentido de la vida y a pronunciar aquella amarga sentencia: ‘¡No hay Dios!’.
Sin embargo, justo en aquella noche, ‘en la desesperación se había encendido una luz’: la percepción de una presencia que la visitaba, ‘una religiosa vestida de marrón oscuro con una cuerda por cinturón’. Esta presencia se pararía al pie de la cama de Louise Jacques durante toda una noche, sin decirle nada. Era la noche entre el 13 y el 14 de febrero de 1926. Y era la respuesta a su desesperación existencial.