El Triduo Pascual comenzó para los católicos de Jerusalén el Jueves Santo con la celebración del administrador apostólico en el Santo Sepulcro, seguido del rito del lavatorio de los pies del Custodio de Tierra Santa en el Cenáculo, para concluir con la Hora Santa en Getsemaní.
“Redescubrir el asombro, casi el escándalo, frente a Cristo que, en el agua del lavatorio de los pies, en el pan y el vino de la Eucaristía, en la entrega de su gracia a nuestro ministerio sacerdotal, que se abandona en nuestras manos y se deja clavar en la cruz de nuestro pecado”: esta es la exhortación que el administrador apostólico del Patriarcado Latino, monseñor Pierbattista Pizzaballa, dirigió a los fieles y concelebrantes de la misa in Coena Domini y la misa crismal en el Santo Sepulcro, con la que comenzaba el triduo de celebraciones que llevaría hasta el anuncio de la Pascua.
Desde el Edículo, donde fue depositado el cuerpo mortal del Mesías, monseñor Pizzaballa, en su homilía, subrayó la importancia del lavatorio de pies y de la adhesión de Pedro tras su asombro ante el hecho de que Jesús le lavase los pies. “Con Pedro», dijo el administrador apostólico, «podemos pasar de la incomprensión a la adhesión entusiasta, para convertirnos –en nuestra debilidad–, cada uno según su condición y vocación, en principio y fundamento visible de comunión y fraternidad”.
Pizzaballa dirigió su mensaje sobre todo a los casi doscientos cuarenta sacerdotes de la diócesis y de todo el mundo que llenaban el Santo Sepulcro para la celebración de su ministerio, en el momento de la renovación de sus promesas.
“Con Pedro», afirmó Pizzaballa, «nos engañamos creyendo que, para vivir o sobrevivir, tenemos que ocupar nuestro espacio, en lugar de dejar espacio a los demás; que la afirmación de nuestra identidad precede a la relación con los que me rodean. Incluso para nosotros, los sacerdotes, a veces el ministerio se confunde con el ejercicio del poder, hasta el abuso, como tristemente hemos visto con frecuencia en estos tiempos, en lugar de con el servicio a la vida de las personas. Más que servir al Evangelio puede ocurrir que nos sirvamos del Evangelio para nosotros mismos y nuestros intereses. Se nos ha pedido que perdamos la vida por Cristo y quizá, a veces, hemos preferido perder a Cristo para conservar nuestra vida”.
La celebración incluyó el rito del lavatorio de los pies a frailes y seminaristas de la diócesis y la bendición de los óleos y el crisma que se usarán durante el año en las liturgias. El canto del Tantum Ergo acompañó la solemne procesión eucarística que rodeó dos veces el Edículo del Santo Sepulcro.
La tarde se desarrolló según la tradición: primero, la entrega simbólica de las llaves del Santo Sepulcro al vicario custodial, fray Dobromir Jasztal, por parte de la familia musulmana que las guarda y la reapertura durante unos minutos del Sepulcro, seguida de la celebración del lavatorio de los pies en el Cenáculo.
Una multitud de peregrinos asistió a este acto en el lugar en que Jesús celebró la Última Cena. Presidió la liturgia el Custodio de Tierra Santa, fray Francesco Patton, que lavó los pies a doce niños de la parroquia de San Salvador que se preparan para recibir la confirmación. Los pasajes del Evangelio que se escucharon narraban los hechos en los que es protagonista el Cenáculo, que se celebran este día: el lavatorio de los pies, la institución de la eucaristía y el nacimiento de la Iglesia.
Al final de la liturgia, tras darse la paz y la oración del Padrenuestro, los franciscanos de la Custodia y los fieles que les acompañaban realizaron la tradicional peregrinación hasta la catedral de Santiago y la iglesia de los Arcángeles, ambas de culto armenio, en la que los franciscanos fueron acogidos durante seis años después de su expulsión del Cenáculo. La peregrinación terminó en la iglesia siria ortodoxa de San Marcos, en la que un monje comenzó la oración con un canto en arameo.
La última parte del Jueves Santo fue por la noche, con el rezo de la Hora Santa en Getsemaní, para recordar el sufrimiento y el llanto del Señor y entrar aún mejor en el misterio del dolor de Jesús que salva.
El Viernes Santo comenzó justo en el “lugar llamado de la calavera”, el Gólgota, testigo de la Pasión y muerte del Redentor y centro de la Tierra. Los peregrinos y los católicos locales acompañaron a Cristo en su Pasión desde la mañana –venerando la reliquia de la Cruz– hasta la tarde, participando en la procesión fúnebre de Cristo.
El canto de la Pasión en la capilla cristiana del Gólgota y la adoración de la Cruz fueron los momentos centrales de la celebración matutina, presidida por monseñor Pizzaballa.
Las puertas de la basílica se abrieron solemnemente a las 8, según la tradición: un miembro de una de las familias musulmanas que custodian las llaves de la puerta les Santo Sepulcro abrió la jamba de la derecha y el sacristán católico la de la izquierda, permitiendo la entrada a la procesión solemne dirigida por los kawas (los guardias de la época otomana) y seguida por los seminaristas del Patriarcado, sacerdotes, franciscanos y el administrador apostólico Pizzaballa. Durante la celebración de la Pasión se recordaron las últimas horas de Cristo, cantando en latín el pasaje evangélico de Juan entre tres cantores y el coro del Magnificat.
A pesar de los muchos fieles congregados, un silencio ensordecedor acompañó el canto, subrayando el carácter sagrado del momento, culminado en el acto de arrodillarse, por parte del obispo Pizzaballa y los concelebrantes, sobre la piedra del Gólgota en la que fue clavada la cruz de Cristo. Un pasaje de Isaías y otro de la Carta a los Hebreos cerraron la liturgia de la Palabra. A continuación, el administrador apostólico expuso a los frailes, celebrantes y fieles asistentes, el relicario de la Cruz, para que pudieran adorarlo. El rito se remonta al siglo IV: en este lugar, el Viernes Santo, durante tres o cuatro horas el pueblo desfilaba adorando la Cruz, mientras se proclamaban durante tres horas los pasajes de la Sagrada Escritura referidos a la Pasión del Señor.
Después de la procesión y la distribución de la Eucaristía consagrada el día anterior, Pizzaballa bendijo solemnemente a los fieles reunidos en la capilla del Gólgota y a los que esperaban abajo, ante la piedra de la unción. Luego, las puertas se volvieron a abrir y frailes, sacerdotes y fieles pudieron salir de la iglesia en la que los franciscanos fueron reemplazados por seminaristas armenios, preparados para empezar sus celebraciones de la última semana de Cuaresma.
Pocas horas después, desde el punto considerado desde hace nueve siglos como el Pretorio de la Fortaleza Antonia, lugar de la condena de Jesús, pero que ahora está incluido en la explanada de las mezquitas y se ha convertido en la escuela coránica “El-Omariye”, salió el Via Crucis del Viernes de los franciscanos, al que siguió el de la parroquia de San Salvador de Jerusalén.
Seguido de manera especial, el Via Crucis jerosolimitano sube por la Vía Dolorosa hacia el Santo Sepulcro, sorteando las tiendas de las estrechas calles del mercado árabe y recorriendo rápidamente el trayecto que lleva desde el convento de la Flagelación al Calvario y después al Edículo del Santo Sepulcro, donde termina.
Por la tarde es el momento de la procesión fúnebre de Cristo: una antigua tradición que se remonta a las representaciones de la Edad Media, inspiradas en la Pasión de Cristo, llamadas Misterios. La representación se vincula estrechamente al franciscanismo, no solo en Tierra Santa sino en el mundo, porque es una modalidad que los frailes utilizaron en aquella época para hablar de Dios al corazón del pueblo y contarle las historias que la teología hacía muy complejas para el grado de instrucción de ese momento.
Esta representación escénica tiene la función de permitir recordar la pasión, muerte y resurrección de en los lugares en que sucedió todo. Pone el énfasis en dos cosas: por un lado, permite hacer visible que Cristo realmente conoció la muerte de la carne, venciéndola; por otro, muestra que la muerte es necesaria para la Resurrección.
Este año hubo una gran novedad: un nuevo crucifico con los brazos articulados, donado por Colombia y terminado hace pocos meses, que sustituyó al anterior en la celebración. El autor es el escultor colombiano Santiago Ocampo Higuita, de 29 años, que realizó la obra con un equipo de tres artistas de su taller en Carmen de Vigoral, un pequeño pueblo cercano a Medellín.
La imagen sagrada fue bendecida por el obispo de Sonsón Rionegro, monseñor Fidel León Cadaviv Marín, durante una celebración solemne a la que asistieron una delegación de sacerdotes de rito oriental, franciscanos de la Comisaría de Tierra Santa colombiana y cerca de dos mil fieles.
Al día siguiente, la Vigilia Pascual se celebra en Jerusalén la mañana del Sábado Santo. Jesús resucita en este lugar, hoy como entonces, sin el clamor de las multitudes.
Considerada “la madre de todas las santas vigilias” y celebrada por la mañana en el lugar de la Anastasis (Resurrección) por necesidades locales ligadas al Status Quo de la Ciudad Santa, la de Jerusalén es la primera Vigilia Pascual en el mundo. Hablando metafóricamente, muchos la vinculan al origen: la Pascua comienza en el lugar donde todo sucedió, donde la Historia y la Geografía de la Salvación se encuentran. A otros, por otro lado, les gusta pensar que Jesús, hoy como entonces, resucita de nuevo en silencio, y poco a poco la Palabra y la alegría se extienden por el mundo.
La liturgia comenzó con el rito del “lucernario”, que se llevó a cabo delante de la Piedra de la Unción, a la entrada de la basílica del Santo Sepulcro, dirigido por el administrador apostólico del Patriarcado Latino, monseñor Pierbattista Pizzaballa. Inmediatamente después, empezó la liturgia de la Palabra, con siete lecturas y siete salmos, en los que la Iglesia medita sobre las maravillas que el Señor ha realizado por su pueblo y confía en su promesa. Al final de las lecturas, el Gloria, acompañado por el sonido del órgano, anunció a todos la Resurrección: gracias a la muerte y la resurrección de Jesús, este es, ahora, el lugar de la nueva creación.
A continuación, tuvo lugar la renovación de las promesas del bautismo, en la que cada uno repitió en voz alta su sí, antes de la aspersión con agua bendita.
“En esta liturgia no celebramos un recuerdo”, dijo en la homilía monseñor Pizzaballa. “Lo que realizamos en estos gestos no es solo memoria de lo que ocurrió a nuestros padres. También hoy, aquí, Dios ama, crea, libera, guía, perdona. Hoy aquí, Él cumple la obra de la Redención”. Después, se detuvo en varios elementos que caracterizan la Noche Santa: noche, fuego, agua y pan, describiéndolos y actualizándolos para recordarnos que la historia que se narra en esta Vigilia y cada día en el Edículo del Santo Sepulcro nos toca de cerca, y también habla de la historia de salvación de cada uno.
“Deseo que todos nosotros salgamos de este lugar llenos de vida y de luz”, concluyó Pizzaballa en su homilía. “Iluminados y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, para prender de nuevo el mundo del amor que cambió esta noche”.
Entre el entusiasmo general que caracterizó las últimas notas de la liturgia, fray Zacheusz Drazek, presidente de la basílica del Santo Sepulcro, comentó, “los frailes, que vivimos con la Resurrección, celebramos todos los días la liturgia del lugar. Hacerlo en este día ayuda todavía más a comprender la importancia del sitio al que Dios nos ha enviado a servir. No me acostumbraré nunca a vivir en contacto tan estrecho con la Resurrección”.
Elaborado con información de la Custodia de Tierra Santa en sus reportajes de texto y fotos de Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo.